Todos los Santos

1-11-2010 TODOS LOS SANTOS (C)

Ap. 7, 2-4.9-14; Slm. 24; 1 Jn 3, 1-3; Mt. 5, 1-12



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

Continúo hoy hablando de Julio Figar.

- Jesús estaba en Julio. En estas homilías no se quiere hablar propiamente de Julio, sino de Jesucristo, de la obra de Jesucristo en nuestro hermano Julio. Y es que Cristo era el tema central de su vida, su máximo Amor, donde él se extasiaba. Él no hablaba mucho de ordinario, a veces casi nada, pero Jesucristo le había enamorado y hablaba de Cristo con verdadera fruición, disfrutando a placer de las palabras y del momento.

- Julio predicó y vivió la gratuidad de Dios. Julio creía que aquí estaba el punto flaco de la predicación actual. El pueblo no es llevado a las fuentes de la gratuidad para beber el agua de la salvación con gozo. Predicamos virtudes, ética, comportamientos sociales. Predicamos humanismo cristiano. Predicamos esfuerzo, exigencia, confianza en uno mismo, propósitos, obligaciones. Predicamos conversión, pero conversión a estos valores, es decir, a nuestras propias obras, a un mayor esfuerzo y exigencia de nosotros mismos. Y estas cosas en vez de ayudarnos nos estorban, pues no nos permiten ser niños, no nos permiten esperarlo todo de Dios. Nos impide incluso dar gloria a Dios, pues tenemos que repartirla con nosotros mismos, ya que hemos hecho un gran esfuerzo para salvarnos.

Realmente creer en la gratuidad es muy difícil. Es fácil en teoría, pero en la práctica ser requiere haber muerto a muchas cosas. Por eso los pobres, los quebrantados, los humildes, los que no esperan nada de nadie, los que no tienen nada, son los que más cerca están del Reino, pues son los únicos capacitados para entender la gratuidad. La gente necesita obras. Algo objetivo en lo cual salvarse, reconocerse a sí mismos, realizarse, encontrar seguridad y darse la buena conciencia de haber hecho algo en la vida. Y esto para las cosas del mundo puede ser que valga, pero ante el Reino de los cielos, es exactamente lo contrario. Por eso es tan difícil predicar, pues tienen que enfrentar a la gente con la irracionalidad de su racionalidad y esto ni se entiende.

Julio se sintió salvado gratuitamente, como Pablo, y lo predicó por activa y por pasiva. Y él, que renunció a las obras, se encontró al final con las manos llenas, pero no las suyas, sino las del Espíritu Santo, que le utilizó como instrumento y que es el único que se salva, cambia, renueva y santifica todas las cosas.

- La oración en Julio. El cristiano tiene que orar incansablemente. Si todo lo recibe de Dios, es lógica la actitud de petición como un niño, de espera, de escucha, de acción de gracias, de adoración, de alabanza. Interiorizar la oración es percibir que Dios mora dentro de ti y desde entonces ya no se hace más oración, surge espontánea y es el Espíritu el que ora dentro de nosotros, a veces con gemidos inenarrables. La oración para Julio era una verdadera droga. En cualquier momento libre sabías que estaba orando. Era su vida. Oración con los novicios en cualquiera de las alfombras de la Iglesia y a las horas más extrañas. Tenía un grupo de novicios que le seguían con facilidad o le precedían. Oración con los grupos que había formado en Ocaña y antes en Madrid. Oración en las entrevistas con cualquier persona. Oración personal en su habitación. Al final ya no oraba él: era su interior una fuente que manaba oración por sí misma. Los días que estuvimos en Lanzarote se levantaba diariamente “a ver salir el sol” –eso me decía– y se marchaba a orillas del mar con su Biblia roja bajo el brazo. Estoy seguro que no era ningún tipo de romanticismo lo que le movía a dejar la cama tan temprano. Toda la vida había sido un dormilón: lento para acostarse, pero lento también para levantarse.

- Los dones y carismas que Dios regaló a Julio. Julio era pacífico, amable, dulce en todos sus gestos, de gran sensibilidad. Se le amaba con toda facilidad. Sus palabras no eran agresivas ni juzgaba nada ni a nadie a su alrededor. Daba paz. Cuando uno vive la obediencia hasta la muerte aún en situaciones irracionales en la fuerza del Espíritu Santo no es uno el que lo vive, por eso su personalidad no se deforma sino que se aquilata y dulcifica hasta el punto de que “sus muertes” producen frutos de amor y de bondad. Tres meses antes de su muerte los superiores le mandaron a Ocaña para el cargo de submaestro de novicios. Esto fue una dura prueba para él. Años antes había hecho el noviciado también en Ocaña y de ahí le quedaron una serie de heridas y traumas de los que no estaba reconciliado. Como él mismo decía, el Señor aprieta donde duele, pues si no, no creceríamos. En dos semanas de clamar día y noche, el Señor le fue dando amor por toda la pobreza que hay en ese convento, sobre todo de ambiente, hasta llegar a amarlo y a derramar lágrimas de gozo en acción de gracia al Señor por haberle puesto en esa pobreza. Al fin este sentimiento le produjo la reconciliación interior y el saborear una pobreza donde todo se espera de Dios. Y la última prueba a la que se sometió el Señor fue la de acatar órdenes o determinados tipos de actuaciones o costumbres que no iban para nada con su manera de ser o en relación con la actuación de los novicios. La obediencia aún a los mandatos contrarios a sí mismo los aceptó en holocausto a la voluntad de Dios. Estos hechos le hicieron comentar a un fraile dominico mayor que él: “no me explico para lo que Dios pueda estar preparando a este chico. Si a los 27 años está así, a los 40 quema el mundo entero”. Quince días después, su muerte en un accidente de tráfico aclaró todas las dudas.

Cuando se veía a Julio con algún trabajo agotador o en ocasiones semejantes, si le preguntabas: ¿estás cansado?, o no respondía, o si respondía se limitaba a decir; “Él no se cansa”. Esto quiere decir: Jesús ha resucitado, ya no muere ni se cansa más, actúa en nosotros con su Espíritu, Él es el que actúa en mí, suya es la fuerza, Él no tiene problemas. ¿Qué importa que el cuerpo de Julio se destruya? Él está en su derecho al actuar en mí hasta el agotamiento. Lo nuestro es reproducir la imagen de Jesús. Cristo al morir ha perdido visibilidad, pero no presencia. Esta visibilidad se la tenemos que prestar nosotros. Tenemos que dejar que Cristo utilice nuestras manos, nuestros labios, nuestro corazón y todo nuestro ser. Pero para que podamos vivir esto sin violencia interior, que nos destruiría necesitamos que Espíritu Santo nos dé el don de la compasión. Con este don, amamos al mundo y a los hombres con el mismo amor con que los amó Cristo. Y sufrimos con Cristo por ellos hasta la cruz, hasta la muerte. Julio tenía este don en un grado intenso. Lo expresaba con otro don complementario que es del don de lágrimas. Lloraba con frecuencia en la Eucaristía, hasta en una simple exposición del Santísimo. Pero donde lo expresaba de una manera más plástica era al hacer oración por un hermano enfermo para que el Señor lo curara. Llenos los ojos de lágrimas le pedía al Señor que le pusiera a él la enfermedad del hermano. Si oraba por la curación de un cáncer decía: “dame, Señor, a mí ese cáncer y cura al hermano”. Esto dicho con la sinceridad del Espíritu es cargar con las dolencias y el pecado de los demás como Cristo.

Otro don destacadísimo en Julio fue el don de fortaleza, en especial en la predicación. Nunca se echó atrás para nada, se le encargara lo que fuera. Realmente se aceptaba como un instrumento pobre y los resultados se los confiaba a Dios. Recién ordenado sacerdote tuvo que dar diez días de ejercicios a unas monjas de clausura, sin posibilidad de preparación. Lo pasó muy mal, incluso necesitó llamar tres veces a Alcobendas buscando un poco de aliento, pero el Señor obró maravillas, a pesar de que la comunidad en un primer momento se llenó de asombro al ver que le habían mandado como predicador de ejercicios a un chaval de 24 años, en pantalón vaquero, y con la Biblia y la guitarra como únicos instrumentos de apostolado. Su fortaleza interior para predicar la Palabra sin acomodaciones fue proverbial.

Finalmente los frutos del Espíritu en Julio fueron evidentes. Destacamos en primer lugar la paz. Fue un hombre reconciliado consigo mismo y como consecuencia vivía en una paz profunda. La esencia de la paz está en la superación de todos los motivos internos de división y discordia interior. Julio fue sanado por el Espíritu en la raíz de su espíritu y esta abundancia de Vida cubría o curaba sus actitudes de pecado y todo el lastre que el pecado sea personal, sea estructural deja en nosotros, como son traumas, resentimientos, recuerdos, etc. Por eso, de su paz bebía mucha gente.

Cercano a la paz está otro fruto del Espíritu que se llama mansedumbre. Toda agresividad había desaparecido de la vida de Julio. Además, el Señor también le había regalado el don de lágrimas, sobre todo en esta triple dimensión: primero, por sus propios pecados: en los últimos meses de su vida, siempre que se confesaba derramaba abundantes lágrimas; también cuando confesaba a los demás: llegaba a llorar a veces los pecados de su penitente, el cual difícilmente podía evitar llorar con él; y finalmente, tenía un don de lágrimas muy claro cuando pensaba en todos los pecadores del mundo, por los que oraba y lloraba frecuentemente.