Domingo IV del Tiempo Ordinario (A)

30-1-11 DOMINGO IV TIEMPO ORDINARIO (A)

Sof. 2, 3; 3, 12-13; Slm. 145; 1 Cor. 1, 26-31; Mt. 5, 1-12a



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

Si sabéis algo de la sábana santa de Turín, recordaréis que hubo una sorpresa mayúscula cuando fue fotografiada por vez primera, creo que hacia finales del siglo XIX. En efecto, hasta esa primera fotografía siempre se había venerado esta tela como el lienzo que había cubierto el cuerpo de Jesús una vez que se le bajó de la cruz y luego se le depositó en el sepulcro. En la sábana se veían algunas manchas resecas de sangre y poco más, pero, al ser fotografiada la sábana santa e ir a revelar dicha foto, se vio claramente en el negativo la imagen de un hombre entero, por delante y por detrás, y las heridas que tuvo en la cabeza, en los pies, en las manos, en el costado, en las rodillas… ¡Dicho descubrimiento fue algo extraordinario! Pues eso mismo pasa en lo que nos rodea: y es que la realidad puede ser vista por el lado positivo, pero también por el lado negativo. Existen partes de dicha realidad que no son conocidas por el lado positivo, pero sí por el negativo, y viceversa. Y os estaréis preguntando a qué viene esta introducción. Aquí va la respuesta: podemos ver la realidad de lo que nos pide Jesús en las bienaventuranzas que acabamos de escuchar comparándolo con las “bienaventuranzas” que nos ofrece el mundo y la sociedad que nos rodea.

* En efecto, esta sociedad nos presenta, en muchos casos, una sociedad del papel cuché de las revistas del corazón. Veamos lo que nos ofrece el mundo y lo que éste nos propone como deseable para conseguirlo (se abre una revista del corazón [Hola, Semana, Pronto, Ana Rosa…]; vale de cualquier fecha, y miramos y leemos): casas maravillosas, amplias, con buenos muebles y bellamente decoradas; mujeres jóvenes, bonitas, delgadas, ricas, famosas y bien vestidas; todo sonrisas y alegría; parece todo fácil y natural; ¿quién tuviera de todo eso? Sí, este mundo nos dice a voz en grito:

- Bienaventurados los ricos, porque no pasan ninguna necesidad material y pueden comer lo que quieran, vestirse cómo quieran y a la última moda, darse todos los caprichos que quieran, hacer viajes por todo el mundo y tener varias veces vacaciones al cabo del año.

- Bienaventurados los famosos, porque todo el mundo les conoce, les saluda, les invita, les honran, les tratan bien, salen cada dos por tres en la televisión o en los periódicos o en las revistas. ¿Quién fuera famoso como Belén Esteban y poder vivir y ganar dinero como ella hace?

- Bienaventurados los que tienen esos cuerpos jóvenes, sanos, bellos, delgados, porque todo el mundo trata mejor a los guapos que a los feos, a los delgados que a los gordos, a los jóvenes que a los viejos…

- Y podríamos seguir con más cosas, pero vamos a dejarlo aquí.

* Hasta ahora hemos hablado de una de las caras de la moneda. Vamos ahora a ver el otro lado. Las bienaventuranzas son en labios de Jesús una invitación, no un imperativo; pero es una invitación de tal alcance y categoría que constituye la norma base de conducta moral para el cristiano. En las bienaventuranzas están contenidas las actitudes personales que han de dar a todo discípulo de Cristo, y no sólo a una minoría selecta. La práctica de las bienaventuranzas constituye la línea divisoria entre el auténtico seguidor de Cristo y el cristiano sociológico, de número o herencia familiar. Sólo quien las practica entiende las bienaventuranzas, porque son paradójicas y suponen una inversión total de los criterios al uso: son el mundo al revés.

La vida, ejemplo y conducta de Jesús son, en definitiva, la clave más auténtica de interpretación de las bienaventuranzas. Él fue pobre y sufrido, tuvo hambre y sed de justicia, fue misericordioso y limpio de corazón, trabajó por la paz y la reconciliación, fue perseguido y murió por causa del bien y por amor al hombre. De esta forma encarnó en su persona las actitudes básicas del Reino que preconizan las bienaventuranzas, y éstas se convierten para el discípulo en programa real y posible del seguimiento incondicional de Cristo.

En efecto, Jesús nos dice (en esta ocasión sólo hablaré de dos de las bienaventuranzas):

- “Bienaventurados (dichosos-felices) los que lloran, porque ellos serán consolados”. Las lágrimas forman parte del ser humano, sobre todo de los niños. Es difícil ver llorar a un adulto; es difícil que lloremos, sobre todo algunas personas, y más en público. Aquí Jesús, con esta bienaventuranza se refiere a las lágrimas causadas por el dolor y por el sufrimiento. Quienes lloran por ello están tristes. Pues a estos que lloran así, Dios mismo los consolará. Nos los dice Jesús en este texto y lo leemos también en el Apocalipsis: “Dios mismo estará con ellos. Enjugará las lágrimas de sus ojos y no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor” (Ap. 21, 3b-4). Y en muchas ocasiones Dios nos usará a muchos de nosotros para enjugar las lágrimas de otros, para consolar a otros[1], y para decirles que son dichosos y felices, pues sus lágrimas les hacen merecedores del consuelo de Dios.

Estas palabras no son ninguna invención. Yo he sido testigo de este consuelo que Dios entrega y reparte entre tanta gente, que se acerca a Dios con confianza.

- “Bienaventurados (dichosos-felices) los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”. A esta bienaventuranza le doy la vuelta. No es que, porque soy misericordioso con los demás, Dios me conceda posteriormente su misericordia a mí. No, sino que primero la misericordia de Dios me llena y me transforma, y sólo así puedo tener misericordia de los demás y con los demás, lo merezcan o no. ¿Merezco yo que Dios tenga misericordia de mí? Si miro a mis pecados, fallos y deslealtades, he de decir: rotundamente no; pero, a pesar de todo, Dios tiene misericordia de mí, no por lo que ve en mí, sino por el amor infinito que hay en Él. Pues del mismo modo, yo he de tener misericordia de los demás, no por lo que vea en ellos o porque lo merezcan, sino por el amor que Dios ha sembrado en mi corazón.

Sin embargo, tener misericordia con los otros no significa ser pusilánime con ellos o ser consentidor de todo lo que otros digan o hagan, o dejen de hacer o dejen de decir. No. Tener misericordia es buscar su bien, pero el bien objetivamente hablando y no subjetivamente hablando. En efecto, puede ser que lo que me pida una persona no es lo mejor para ella, o que lo que se le diga no le guste en un primer momento, pero sí que le viene bien posteriormente. Por eso dice Jesús: “A los que yo amo los reprendo y los corrijo; sé ferviente y enmiéndate” (Ap. 3, 19). Sí, la misericordia y la caridad para con los demás es buscar y procurar en ellos la voluntad de Dios y su bien, y no lo que deseen o quieran. La imagen más perfecta de esto yo la veo en la acción de los padres con sus hijos, cuando los están educando: tienen misericordia al amarlos, pero también al corregirlos, que es una de las modalidades del amor auténtico.

Lo contrario de la misericordia es la dureza de corazón. Lo contrario de la dureza de corazón es la misericordia. ¡Ojala Dios nos conceda no tener un corazón duro, sino que nuestras entrañas tengan misericordia y caridad hacia los que nos rodean! ¡Es tan fácil endurecer el corazón!



[1] “Consolad, consolad a mi pueblo dice vuestro Dios” (Is. 40 1).