Domingo XV del Tiempo Ordinario (C)



14-7-2013                   DOMINGO XV TIEMPO ORDINARIO (C)
                                          Dt. 30, 10-14; Slm.68; Col. 1, 15-20; Lc. 10, 25-37

Homilía del Domingo XV del Tiempo Ordinario (C) from gerardoperezdiaz on GodTube.

Homilía de audio en MP3
Queridos hermanos:
            La pregunta que hoy, en el evangelio, le hacen a Jesús es muy importante y se la debemos de hacer también nosotros: “¿Qué tenemos que hacer para heredar la vida eterna, para ir al cielo?”Fijaros cómo terminaba el evangelio del domingo pasado. Jesús les decía a sus discípulos: Estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo. Pero, ¿qué es el cielo? ¡Vaya pregunta!
            - Voy a contaros un cuento (algunos de vosotros ya lo conocéis), que nos pueda ayudar a aproximarnos a esta realidad tan lejana, tan irreal y tan teórica para la mayoría de nosotros. “En aquel tiempo, un discípulo preguntó a su maestro. –Maestro, ¡cuál es la diferencia entre el cielo y el infierno? Y el maestro respondió: -Es muy pequeña, y sin embargo de grandes consecuencias. Vi un gran monte de arroz cocido, listo para comer. A su alrededor había muchos hombres casi a punto de morir de hambre. No podían aproximarse al monte de arroz, pero tenían en las manos unos palillos de dos o tres metros de longitud. Es verdad que podían coger el arroz, pero no conseguían llevárselo a la boca, porque los palillos eran demasiado largos. De este modo, hambrientos y moribundos, juntos pero solitarios, permanecían padeciendo un hambre eterna delante de una abundancia inagotable. Y eso era el Infierno.
Vi otro gran monte de arroz cocido y preparado como alimento. Alrededor había muchos hombres, hambrientos pero llenos de vitalidad. No podían aproximarse al monte de arroz, pero tenían en las manos unos palillos de dos o tres metros de longitud. Llegaban a coger el arroz, pero no conseguían llevárselo a la boca, porque los palillos eran demasiado largos. Pero, en vez de utilizar los largos palillos para llevarse el arroz a su propia boca, los usaban para servirse unos a otros. Y así aplacaban su hambre insaciable en una gran comunión fraterna, cercana y solidaria, gozando a manos llenas de los hombres y de las cosas, en casa. Y eso era el Cielo.
Ahí va otro cuento: “Se encontraba una familia de cinco personas pasando el día en la playa. Los niños estaban haciendo castillos de arena junto al agua cuando, a lo lejos, apareció una anciana, con sus canosos cabellos al viento y sus vestidos sucios y harapientos, que decía algo entre dientes mientras recogía cosas del suelo y las introducía en una bolsa. Los padres llamaron junto a sí a los niños y les dijeron que no se acercaran a la anciana. Cuando ésta pasó junto a ellos, inclinándose una y otra vez para recoger cosas del suelo, dirigió una sonrisa a la familia. Pero no le devolvieron el saludo. Muchas semanas más tarde supieron que la anciana llevaba toda su vida limpiando la playa de cristales para que los niños no se hirieran los pies”.
Ante todo hemos de tener muy claro que ganar el cielo, entrar en el cielo o el cielo mismo es una idéntica cosa. Sí, en una gran medida quien quiere entrar en el cielo y, aquí y ahora, hace por ello, esa persona ya está en el cielo y eso mismo que hace es el cielo. Lo que acabo de decir parece un trabalenguas; voy a ver si me explico mejor: 1) Al cielo no se llega únicamente después de que hayamos muerto físicamente. 2) Aquí, en la tierra y en esta vida mortal, ya podemos tener un anticipo del cielo (y del infierno). 3) En la medida en que vivamos y realicemos los valores que esperemos encontrar en el cielo, en esa misma medida ya estaremos gozando del cielo y construyendo el cielo. 4) El cielo es obra de Dios. Sí, pero también es obra nuestra. Nosotros podemos ser ‘concreadores’ del cielo.
Vamos a aplicar estas ideas al cuento de la anciana: La anciana no pensaba en sí, sino en aquellos niños que no eran de su familia, que la miraban suspicaz y sospechosamente, pero eso no apartaba a la anciana de seguir agachándose y limpiando la playa de cristales y otros objetos punzantes que pudiesen lastimar los pies de los niños. Esta anciana había descubierto en sí un amor y ternura hacia los niños, hacia todos los niños, y se esforzaba por cuidar la arena de la playa, aunque nadie se lo agradeciera. Para entrar en el cielo esta anciana se olvidaba de sí, cuidaba de los más indefensos (los niños), no buscaba ningún agradecimiento y no le echaba para atrás la incomprensión que encontraba en los propios niños o en sus padres. Ese amor hacia los niños y el trabajo desinteresado que hacía por ellos era su cielo y al mismo tiempo le ayudaba y le servía para ganar el cielo y para entrar en el cielo.
De la misma manera sucede con el cuento del arroz y de los palillos largos, cuando se pensaba en dar de comer primero al otro sin importar la propia hambre, esto producía frutos abundantes: 1) Ausencia de egoísmo. 2) Ausencia de hambre sin saciar. 3) Un clima de alegría y de cariño mutuo. Estos frutos son propios del cielo.
Jesús nos narra en el evangelio de hoy el cuento o parábola del buen samaritano, que viene a subrayar lo dicho un poco más arriba. Se pueden contar infinidad de cuentos o parábolas para ilustrar, no sólo cómo llegar al cielo, sino qué es el cielo.
- Pero, si nos quedáramos aquí, parecería todo muy bonito, pero estaría terriblemente incompleto. ¿Qué es lo que falta? Lo que falta es el ‘motor del cielo’. Y ese Motor sólo puede ser Dios. Ya lo decía Jesús, todo lo bueno que hay en el mundo y en el hombre procede de Dios[1]. Si esto es así (y no nos cabe la menor duda a todos los que tenemos experiencia de Dios), entonces el hombre que ‘fabrica’ el cielo aquí, en la tierra, haciendo el bien, es Dios mismo haciendo el cielo en la tierra a través de ese hombre. El hombre que ama de modo concreto, a conocidos y a desconocidos, sin esperar nada a cambio, es Dios mismo haciendo el cielo en la tierra a través de esa persona. El hombre que tiene alegría y la contagia a los demás, es Dios mismo haciendo el cielo en la tierra a través de esa persona.
Sí, Dios y el cielo no son realidades para después de nuestra muerte. Son para ahora y para aquí. Por eso se puede decir que el cielo es Dios y que Dios es el cielo, puesto que, quien está en Dios, está en el cielo y, quien está en el cielo, está en Dios. Sí, a Dios se le puede gustar y palpar aquí y ahora, y al cielo también.
Sin embargo, el cielo y Dios mismo, mientras vivimos en esta carne, aún no están plenamente en nosotros. Para que estén plenamente en nosotros y de modo perpetuo tenemos que morir físicamente y ser resucitados por su Hijo Jesucristo. Entonces sí que podremos gozar, junto con los demás hombres, de Dios, de su Vida Eterna y de su cielo por todos los siglos de los siglos. Así nos lo dice el Catecismo de la Iglesia Católica en su número 1024: “Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama ‘el cielo’. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha”.
Esta realidad era vivamente experimentada por los santos en su vida terrenal, pero sin llegar a poseerla plenamente. Por ello, ahora ya podremos entender un poco más aquella poesía bellísima, que se atribuye a Santa Teresa de Jesús y que reza así:
“Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero […]

¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero,
que muero porque no muero […]

Vida, ¿qué puedo yo darle
a mi Dios que vive en mí,
si no es el perderte a ti,
para merecer ganarle?
Quiero muriendo alcanzarle,
pues tanto a mi Amado quiero,
que muero porque no muero”
.


[1] “¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es Bueno” (Mt. 19, 17), decía Jesús al joven rico.