Domingo XXIV del Tiempo Ordinario (C)



15-9-2013                   DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO (C)
                         Ex. 32, 7-11.13-14; Slm. 50; 1 Tim. 1,12-17; Lc. 15, 1-32
Homilía de audio en MP3
Queridos hermanos:
            - Las lecturas de hoy nos hablan de los pecadores que se arrepienten de sus pecados y del perdón de Dios. Sin embargo, nadie puede arrepentirse si no se sabe pecador, si no se ve pecador. Pero, ¿realmente los hombres tenemos pecados o esas malas acciones que cometemos son más bien errores, fallos, cosas del carácter humano o distintos modos de ver las cosas? ¿Tenemos pecados o no tenemos pecados? Si no tenemos pecados, ¡no necesitamos el perdón de Dios para nada! Si no tenemos pecados, entonces las palabras del Salmo 50 son mentira y un sarcasmo, o son desvaríos de un atormentado: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado”.
            Hace años en Gijón un hombre me dijo que él no nunca se confesaba, porque no creía que los hombres pudiéramos cometer ningún pecado mortal. Entonces yo le conté un caso que acababa de suceder en Oviedo y que me había causado mucho sufrimiento: Resultó que una mujer vivía feliz con su marido y con sus tres hijos. El marido, de improviso, la dejó por otra. La situación económica de la mujer y de sus tres hijos pasó a ser de escasez, pues el marido dejó de darles dinero. Menos mal que, al poco tiempo, un hombre ofreció a la mujer un trabajo de auxiliar administrativo en su empresa. Con ese sueldo iban a poder sobrevivir sus hijos y ella misma. ¡Siempre hay gente buena por el mundo! A los pocos días el jefe se acercó a la mujer por detrás y, tocándole el hombro, le dijo que estaba haciendo bien su trabajo y que estaba contento con ella. Al día siguiente, tocándole la espalda, le dijo que siguiera así, que iba muy bien con la labor encomendada. Al día siguiente, tocándole un seno, le dijo que podría aspirar a más dentro de la empresa. Entonces, aquella mujer se planteó un dilema: 1) si quería dar de comer y estudios y ropa a sus hijos, tenía que ‘acatar las reglas de tocamientos’ del jefe. 2) Si le cortaba las alas, sería despedida en cuanto finalizase el contrato temporal que había firmado. ¿Qué hubiera hecho cualquiera de nosotros en esa misma situación? ¿Veis en esta historia algún pecado mortal? Quizás el del marido que abandonó a su familia, les dejó pasando graves necesidades y expuestos a cualquier cosa; quizás el del jefe que se aprovechó de las necesidades materiales de aquella mujer y de sus hijos para propasarse, para humillar, para quitar a aquella mujer la poca dignidad y autoestima que le quedase, para que dejase de creer en el género humano…
            Otro caso: Hace ya bastantes años un hombre casado y con hijos hizo unos ejercicios espirituales en un monasterio. En ellos tuvo un encuentro con Jesucristo y toda su vida cambió totalmente. Antes creía en Dios e iba a Misa en bodas y funerales, pero hacía lo que le daba la gana: maltrataba de palabra y obra a su mujer e hijos, bebía, odiaba y se enfrentaba con otras personas... En estos ejercicios sintió cómo Dios le hablaba al corazón y se dio cuenta de todos los pecados que había cometido durante toda su vida. Cuando salió del monasterio fue a casa dispuesto a cambiar y ser de verdad un buen cristiano. Al llegar a casa, era la hora de comer y todos se sentaron en la mesa. Entonces él hizo una cosa que nunca antes había hecho: bendecir los alimentos. Por eso fue a hacer la señal de la cruz y, al levantar la mano, los hijos y la mujer apresuradamente se metieron debajo de la mesa o se tiraron al suelo, porque pensaban que les iba a golpear, como había hecho en otras ocasiones. Entonces él fue plenamente consciente del terror, y no del amor, que inspiraba a su familia, y se echó a llorar[1]. Este hombre entonces explicó a su mujer e hijos que quería cambiar y así fue. Después esa familia fue feliz. Por eso dice Jesús en el evangelio de hoy: “Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”.
            - ¿Somos los hombres pecadores? SÍ. Pero el pecado sólo podemos mirarlo desde Dios. Si lo miramos únicamente desde nosotros mismos, ese pecado nos hunde y nos destroza. Cuando miramos nuestro pecado desde Dios, entonces experimentamos su perdón y su amor hacia nosotros. Esta experiencia maravillosa la describió muy bien San Agustín cuando dijo: “Miseria mía, misericordia de Dios”. Fijaros ahora en cómo vivió esta misma realidad San Pablo: él era un judío fervoroso desde su más tierna edad, él era un fiel cumplidor de todas las prescripciones judías y, sin embargo, fijaros en lo que él dice de sí mismo, una vez que hubo conocido cara a cara a Jesús: “Yo era antes un blasfemo, un perseguidor y un violento... Yo no era creyente y no sabía lo que hacía... Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores y yo soy el primero”.
            Sólo el que de entre nosotros se reconozca, con los ojos de Dios, como pecador, podrá descubrir lo que nos dicen hoy las lecturas: el amor tan grande que Jesús tiene por todos los pecadores del mundo. Cuando muchas veces decimos: ‘No sé cómo Dios permite esas cosas: que uno viole a una niña[2], que uno mate a otro’. Si decimos: ‘que Dios mate a esos hombres’. Es como decir que una madre mate a su hijo drogadicto o a su hijo malo. ¡Mátalo tú! ¡Mata tú a tu hijo! Hace un tiempo había una mujer que sufría mucho con un hijo suyo y una vecina soltera le dijo: ‘Si fuera hijo mío, yo lo hubiera tirado por la ventana’. A esto respondió la madre: ‘Si fuera hijo tuyo, yo también lo hubiera tirado por la ventana’. Pues Dios es muchísimo más bueno que todos nosotros juntos. El corazón de Dios está hecho para amar y para perdonar. No comprendéis que, si Dios tuviera que alejar de sí o matar a los malos, a los que son pecadores, entonces nos tendría que alejar o matar a todos nosotros. ¡A todos!

¡Señor, no nos alejes nunca de ti!
¡Señor, danos tu luz en nuestra ceguera!
Nosotros, como el ciego en el camino,
pedimos el milagro de verte, de vernos y de ver a lo demás…
tal y como tú ves.
¡Señor, danos la alegría de tu perdón y de tu salvación!



[1] ¿Tenía este hombre pecados o no los tenía? He conocido tantos casos en los tribunales eclesiásticos de familias desestructuradas por las agresiones y/o vicios de los progenitores: los hijos escaparon de casa y se casaron de mala manera y equivocadamente (más fracasos y sufrimientos); sus descendientes pagaron las culpas de los abuelos; los cónyuges pagaron las culpas de sus suegros…, y así los pecados de unos iban destrozando la vida de unos y de otros.
[2] En un periódico del martes salía la noticia de que una niña de 8 años había muerto en su noche de bodas. En Yemen fue entregada por su familia en matrimonio a un hombre de 40 años. Este hombre la desfloró y las heridas internas mataron a la niña.