20-7-08 DOMINGO XVI TIEMPO ORDINARIO (A)
Is. 55, 10-11; Slm. 64; Rm. 8, 18-23; Mt. 13, 1-23
Un abrazo Andrés
20-7-08 DOMINGO XVI TIEMPO ORDINARIO (A)
Is. 55, 10-11; Slm. 64; Rm. 8, 18-23; Mt. 13, 1-23
Un abrazo Andrés
3-7-11 DOMINGO XIV TIEMPO ORDINARIO (A)
Zac. 9, 9-10; Slm. 144; Rm. 8, 9.11-13; Mt. 11, 25-30
Queridos hermanos:
En el día de hoy acabamos de escuchar un texto bellísimo. Jesús habla de su Padre Dios y todo su amor hacia Él le sale a borbotones. Sin embargo, no voy a comentar este trozo del evangelio en esta ocasión, pues ya lo he hecho en años anteriores.
- He pensado detenerme hoy en el salmo 144. Hay un hecho incontestable: las palabras de Jesús en el evangelio de hoy y las palabras del salmista sólo pudieron ser dichas y escritas por personas que tuvieron previamente una experiencia de Dios. Y esto no se inventa ni se fabrica; no basta con leerlo en los libros o con ser un literato o un poeta. Se notaría enseguida si las palabras sobre Dios proceden de la vida, de la experiencia o han sido simplemente memorizadas o es mera teoría. Voy a poner un ejemplo: ¿Habéis oído hablar de Manuel García Morente? Manuel nació en 1886 y huyó por la guerra civil española a París. Él fue catedrático de Ética y ateo confeso, pero un día se convirtió al cristianismo y más tarde se ordenó sacerdote. Aquí está el relato de su conversión en base a un encuentro personal con Dios. Estando en París, el 29 de abril de 1937, a medianoche se puso a oír música clásica. Escuchaba “L’enface de Jesús”, de Berlioz y de repente le sucedió esto que escribió en su diario: “No puedo decir exactamente lo que sentí: miedo, angustia, aprensión, turbación, presentimiento de algo inmenso, formidable, inenarrable que iba a suceder ya mismo, en el mismo momento, sin tardar. Me puse en pie, todo tembloroso, y abrí de par en par la ventana. Una bocanada de aire fresco me azotó el rostro. Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí. Yo permanecía inmóvil, agarrotado por la emoción. Y la percibía: Percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el papel en que estoy escribiendo y las letras –negro y blanco- que estoy trazando. Pero no tenía ninguna sensación, ni en la vista, ni en el oído, ni en el tacto, ni en el olfato, ni en el gusto. Sin embargo, le percibía allí presente, con entera claridad. Y no podía caberme la menor duda de que era Él, puesto que le percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es posible? Yo no lo sé. Pero sé que Él estaba allí presente, y que yo, sin ver, ni oír, ni oler, ni gustar, ni tocar nada le percibía con absoluta e indubitable evidencia. Si se me demuestra que no era Él o que yo deliraba, podré no tener nada que contestar a la demostración, pero tan pronto como en mi memoria se actualice el recuerdo, resurgirá en mí la convicción inquebrantable de que era Él, porque yo le he percibido. No sé cuánto tiempo permanecía inmóvil y como hipnotizado ante su presencia. Sí sé que no me atrevía a moverme y que hubiera deseado que todo aquello –Él allí- hubiera durado eternamente, porque su presencia me inunda de tal y tal íntimo gozo que nada es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía. ¿Cómo terminó la estancia de Él allí? Tampoco lo sé. Terminó. En un instante desapareció. Una milésima de segundo antes estaba Él allí y yo lo percibía y me sentía inundado de ese gozo sobrehumano que he dicho. Una milésima de segundo después ya no estaba Él allí, ya no había nadie en la habitación, ya estaba yo pesadamente gravitando sobre el suelo y sentía mis miembros y mi cuerpo sosteniéndose por el esfuerzo natural de los músculos”.
- Bien, y ahora vamos ya con el salmo 144. En el trozo que acabamos de escuchar hay 1) algunas partes en las que el salmista habla de Dios y de sus atributos, y 2) en otras partes se alaba y se glorifica a Dios. En esto último la alabanza se hace en primera persona del singular, pero también se exhorta a toda la creación a dicha alabanza.
1) Veamos primero la descripción de Dios y los atributos que le pone el salmista:
“El Señor es clemente y misericordioso,
lento a la cólera y rico en piedad;
el Señor es bueno con todos,
es cariñoso con todas sus criaturas”.
Sí, el hombre que conoce a Dios cara a cara se siente amado y perdonado por Dios. Ese hombre siente y sabe que Dios le ama y le perdona a él, pero también a todos los hombres: a los que conoce y a los que no conoce, a los que le caen simpáticos y a los que no le caen simpáticos. Sí, “el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas”. Hace unos días estaba yo con unas personas (una de ellas era una chica joven) tomando un refresco y me llamaron al móvil. Me aparté un poco para contestar y al volver a la mesa me contaron que unos jóvenes que estaban en la mesa de al lado habían hechos comentarios hirientes sobre mí (yo iba vestido de sacerdote): que si la chica joven era hija mía, que si el móvil lo había pagado con la colecta de la Misa, etc. Yo sentí en ese instante una rabia grande dentro de mí, pero luego el Señor tuvo misericordia de mí y me dijo: ‘Andrés, si yo los amo y los perdono, si yo soy bueno con ellos, si yo tengo paciencia con ellos, cómo tú no la vas a tener con ellos. Además, yo también te amo y te perdono a ti, y tengo paciencia contigo’. Por eso, hoy digo con el salmista: “El Señor es clemente y misericordioso […]; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas”, y pido perdón a Dios por aquellos jóvenes y por mí, que soy mucho más pecador que ellos.
Y sigue el salmo diciendo:
“El Señor es fiel a sus palabras,
bondadoso en todas sus acciones.
El Señor sostiene a los que van a caer,
endereza a los que ya se doblan”.
Cuando las cosas nos vayan mal, nunca echemos la culpa a Dios. Si pierdo el trabajo, no tiene la culpa Dios. Si se me muere un familiar cercano o un amigo querido, no tiene la culpa Dios. Si hablan mal de mí o pierdo el permiso de conducir por infracciones de tráfico, no tiene la culpa Dios. Si hay un terremoto en Haití o mueren soldados españoles en Afganistán, no tiene la culpa Dios. Pues el Señor es “bondadoso en todas sus acciones”. El Señor no es nuestro contrario ni nuestro enemigo, ni nos tiene envidia. No, el Señor nos sostiene en las dificultades, nos consuela en los sufrimientos, nos acompaña en las soledades. Ésta es la imagen correcta de Dios, porque es la imagen verdadera. Así lo experimentaron Jesús, el salmista, Manuel García Morente y tantos otros a lo largo de la historia de la humanidad.
2) Por todo ello el salmista alaba a Dios diciendo:
“Te ensalzaré, Dios mío, mi rey;
bendeciré tu nombre por siempre jamás.
Día tras día, te bendeciré
y alabaré tu nombre por siempre jamás”.
Pero al salmista no le basta con alabar él solo a Dios. El salmista quiere que todos los hombres, que todos los animales, que toda la creación alaben también a Dios y por eso escribe:
“Que todas tus criaturas te den gracias, Señor,
que te bendigan tus fieles;
que proclamen la gloria de tu reinado,
que hablen de tus hazañas”.
¡Que así sea!
26-6-11 CORPUS CHRISTI (A)
Dt. 8, 2-3.14b-16a; Slm. 147; 1
Queridos hermanos:
En estos años pasados he hablado en el día de hoy de diferentes aspectos de la Eucaristía o de la Misa: por ejemplo, he hablado de la adoración, de la presencia de Cristo, el Hijo de Dios, bajo las especies del pan y del vino, del alimento para los cristianos, de la comunión entre Dios y los cristianos y entre los cristianos entre sí… En el día de hoy quisiera decir algunas palabras de otro aspecto o faceta de la Eucaristía: el sacrificio.
- Vivimos en un mundo que no siente ninguna atracción por el sacrificio. Se aprecia la vida, la felicidad, el placer, la comodidad, el disfrute de los bienes… Pero no se aprecia el sacrificio, el desprendimiento, el olvido de sí, el esfuerzo a favor de los demás, la renuncia a las propias apetencias o inclinaciones naturales… Se prefiere el optimismo de la salvación al pesimismo sacrificial.
Características del sacrificio: 1) Hay sacrificios que nos impone el propio peso de la vida, la propia condición humana, y que no tenemos más remedio que aceptar, sea de buen o de mal grado. Pero hay otros sacrificios que podemos imponernos nosotros mismos en la vida, porque dependen de nuestra voluntad. El sacrificio es una forma de encontrarse con uno mismo, ya que en él se descubre la propia limitación, se relativiza lo que es y lo que se tiene, se experimenta una nueva forma de disponer de sí, se aprende a valorar la capacidad personal para afrontar las situaciones difíciles de la vida. 2) Además, el sacrificio es una forma privilegiada de salir fuera de sí y de encontrarse con los demás. Por el sacrificio el otro comprende quién soy yo para él, y yo comprendo quién es el otro para mí. El sacrificio puede ser un encuentro con los demás, un aprendizaje del servicio, una forma de triunfar el amor sobre el egoísmo. Veamos un ejemplo sencillo: “Hace años vivía en un pueblo una familia. El niño tenía unos 5 años y, al ir por primera vez a la escuela, los niños le dijeron que su madre era muy fea y que asustaba. El niño, que nunca se había dado cuenta de eso, cayó en la cuenta de que su madre, efectivamente, tenía muchas arrugas por la cara: la tenía quemada. Por eso, un día el niño le dijo a su madre: ‘-Mamá, eres muy fea’. A lo que la madre replicó: ‘-Sí, hijo, soy muy fea y tengo la cara quemada. Y esto es así, porque siendo tú muy pequeño se incendió tu habitación y yo entré a salvarte y me quemé la cara y parte de mi cuerpo’. Y le enseñó el pecho, la espalda y los brazos con quemaduras, que el niño no había visto nunca, ya que ella lo solía tener cubierto. Al ver aquello y al conocer que su madre se había vuelto fea y se había quemado por salvarlo a él, le dijo: ‘-Mamá, para mí eres la más bella del mundo’”. 3) Asimismo, se ha de decir que el sacrificio no es tanto dar algo que le pertenece a uno cuanto darse a sí mismo.
- Una vez dicho esto sobre el significado general del sacrificio, pasaremos al sacrificio de Cristo, según nos es mostrado en la Sagrada Escritura. Jesús ha hecho un sacrificio total de su persona por los hombres: 1) Él ha asumido la misma naturaleza humana que nosotros al nacer, ha padecido en la cruz y ha muerto por nosotros y por nuestros pecados. “Mi siervo salvará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos” (Is. 53, 11b). 2) Él ha hecho una donación total a todos los hombres. No nos ha dado cosas, sino que se ha dado Él mismo. 3) Con esta donación total, con este sacrificio que le ha hecho pasar por insultos, sentimientos de soledad y de traición, golpes, escupitajos, latigazos, horadación de pies y manos, sed y muerte en cruz…, Jesús nos ha manifestado el AMOR de Dios, la manera de luchar contra el pecado, el sentido del sufrimiento y de la muerte de los hombres y la esperanza a la que todos estamos llamados. Oigamos un testimonio de Julio Figar, O.P., que nos puede dar luz sobre el significado del sacrificio de Jesús: “Estaba andando solo y entré en una selva. Todo era muy oscuro. Iba solo y tenía miedo. Cada vez penetraba más adentro. Mi miedo y soledad iban aumentando. Al final de la selva vi una luz y encima de una montaña una cruz. Me acerqué y vi que Cristo estaba en la cruz. Junto a la cruz estaba María. María me dijo a la vez que me daba un papel: ‘Hijo, escribe en el papel las cosas que más te pesan y lo que más te hace sufrir’. Yo apunté allí mi miedo, mi soledad, mis pecados. Ella cogió el papel y lo puso al pie de la cruz. De Cristo cayeron unas gotas de sangre y cubrieron el papel. Hubo un terremoto, se abrió la tierra y se tragó el papel. María me miró y me dijo: ‘Ves hijo, mi Hijo ha muerto por esto. Ya no lo tienes que llevar’”.
- La Iglesia de Dios y los cristianos que la componemos estamos llamados a unirnos a este mismo sacrificio de Cristo. Unas veces este sacrificio será con nuestra propia sangre, como los mártires. Otras veces este sacrificio será espiritual. Así nos lo pedía San Pablo: “Os pido, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que os ofrezcáis como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios” (Rm. 12, 1). Este “sacrificio vivo, santo y agradable a Dios” debemos vivirlo en la vida ordinaria. Y en esta misma línea un texto muy antiguo exhortaba a los primeros cristianos a participar en la Misa habiendo confesado primero los pecados para que su sacrificio fuera puro; y todo aquel que estuviera peleado con algún hombre, debía primero reconciliarse con él y luego acudir a la Misa, “a fin de que no se profane vuestro sacrificio” (Didaché). ¿Os acordáis que hace unos domingos os hablaba de los “muertos vivientes” que todos tenemos? Pues, al terminar de celebrar la Misa de ese día y salir del templo, se me acercó una mujer y me dijo- “¡Qué razón tiene, señor cura, con eso de los “muertos vivientes”! Fíjese que yo tengo una vecina que no trago, porque me hizo una muy gorda… y no se la perdono. Nunca se la perdonaré”. ¡Qué trabajo nos cuesta morir a nosotros mismos y a nuestro amor propio! Éste es el sacrificio que Dios le pide a esta señora, para que su espíritu pueda ser santo, puro, agradable a Dios y tenga vida.
- El lugar por excelencia, donde los cristianos somos testigos privilegiados e incluso actores de este sacrificio de Cristo, está en la Eucaristía, en la Misa: 1) Cristo es el Cordero que va a ser sacrificado sobre el altar. Él no viene a la fuerza o con desconocimiento. Él sabe muy bien lo que le espera y a lo que viene. 2) Cristo es a la vez el sacerdote que ofrece ese Cordero a Dios para la salvación de todos los hombres, por el perdón de los pecados de todos los hombres. 3) Este sacrificio se hizo una sola vez, por eso hay una sola Eucaristía o Misa. Las Misas que ahora celebramos son re-presentación[1] de aquella única Misa, de aquel único sacrificio.
[1] Esto puede ser entendido en el sentido de que Cristo nos traslada a aquel Jueves Santo, a la Santa Cena.