Domingo IV de Cuaresma (C)

18-3-2007 DOMINGO IV CUARESMA (C)
Jos. 5, 9ª.10-12; Slm. 33; 2ª Cor. 5, 17-21; Lc. 15, 1-3.11-32
Queridos hermanos:
- En el evangelio de hoy se nos narra la parábola del hijo pródigo. Tantas veces oída, tantas veces orada, tantas veces meditada y, sin embargo, con tanto por descubrir en ella aún. Y es que nadie puede agotar nunca la riqueza de la Palabra divina. Vamos a dar algunas pinceladas sobre este texto:
a) El hijo pródigo. Es la imagen de tantos hombres y mujeres autosuficientes, que no necesitan de nadie, que buscan el placer y la liber­tad a cualquier precio y sin darse cuenta caen en la esclavitud del consumo. Todos estos placeres les dejan insatisfechos y vacíos. No es que Dios eche de su lado a estas personas, a estos hijos pródigos; son ellos quienes huyen de su lado, pues todas las cosas en las que Dios no está tienen un poso amargo, que, más tarde o más temprano, sale a la luz.
Hoy existen muchas personas en esta situación. Todos, cuando pecamos, lo estamos. Hemos de pararnos y darnos cuenta de nuestra penosa situación en estas circunstancias. Y hemos de decir y hacer el "sí, me levantaré, volveré junto a mi padre" que hizo el hijo pródigo al darse cuenta de cómo estaba y a dónde le había conducido su egoísmo, su soberbia y su ansia de disfrute malsano: “Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo: ‘¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre!’”.
Voy a transcribir aquí un testimonio de un sacerdote de la antigua URRS, Alexander Fix. Veréis cómo él era también un hijo pródigo y cómo encontró el camino de vuelta a la casa del Padre: “Nací en una pequeña aldea de Kazajstán en 1971. Fui educado por mis padres y abuelos. Mis abuelos, en particular mi abuela, conservaban una fe profunda y sólida a pesar de las fuertes persecuciones. Cuando era pequeño, oí hablar de Jesús a mi abuela. De ella aprendí algunas oraciones, pero al frecuentar la escuela perdí mi fe. Eran los tiempos del régimen comunista de la Unión Soviética. Los profesores normalmente me preguntaban: ‘¿Durante cuántos años ha ido tu abuela a la escuela?’ Yo contestaba: ‘Dos’. Y ellos me decían: ‘¿Ves?, tú ahora ya has frecuentado más años que tu abuela la escuela. Has aprendido mucho más y no necesitas creer en Dios’. Y la autoridad de los profesores acabó con mi fe. De este modo crecí como un ateo. Más tarde decidí frecuentar la academia militar para llegar a ser oficial. Fui aceptado en la academia militar en Siberia, en la que pasé dos años. En aquellos años vi la corrupción y la maldad del sistema, en particular en las fuerzas armadas. Los soldados se odiaban entre ellos y el odio caracterizaba también las relaciones entre soldados y oficiales. Muchos oficiales hacían carrera sin importarles los demás. Comprendí que éste no era mi camino. Con motivo de una visita a mis abuelos, le conté a mi abuela la situación y mis dificultades. Ella me dijo: ‘Hijo mío, debes rezar y el buen Dios te ayudará’. Estas palabras sencillas de mi abuela, dichas en la situación en que me encontraba, fueron para mí como un ‘golpe de gracia’. Copié el ‘Padre Nuestro’ y el ‘Ave María’ y empecé a rezar. Rezaba durante el servicio nocturno en la armada y empecé a sentir la presencia de Dios de una manera tan intensa que me dije a mí mismo: ‘¡Qué estúpido he sido al no creer en Dios!’. Conseguí terminar mi servicio militar felizmente y volví a casa. Paso a paso comencé a adentrarme cada vez más en la fe, rezando el rosario y leyendo la Biblia. Después de dos años, sentí en mi corazón la llamada al sacerdocio.”
b) El hijo mayor. Es el que ha rechazado al hermano, pero también ha rechazado al hijo de su padre, y de esta forma también ha rechazado a su padre: "Ese hijo tuyo." La huida del hermano en el fondo alegró al hijo mayor, quizás porque se quedaba solo. Solo, no tanto para recoger para sí el amor del padre, cuanto para tener únicamente para sí los cabritos y demás posesiones del padre. El hijo mayor, como el hijo pródigo, quería más las cosas de su padre, que a su propio padre. El hijo mayor no se marchó de la casa del padre, pero en el fondo estaba tan lejos como el hijo pródigo… por no comprender ni aceptar el amor del padre.
c) El padre. Ese padre, que es Dios y que Jesús lo describe tan bien, otea el horizonte con angustia para ver cuándo aparece su hijo perdido. Cuando lo ve, corre al encuentro de su hijo y no quiere oír sus disculpas; lo abraza, lo besa, lo perdona. El amor de Dios es más fuerte que la culpa del hijo perdido. Por eso, le da vestidos nuevos, joyas, banquetes y fiesta, que no son simplemente cosas, sino muestras del amor incondicional del padre. Esto es lo vivimos los cristianos. Nosotros fuimos reconciliados con Dios por Cristo, ya como hijos pródigos, ya como hijos mayores. Y ahora somos los anunciadores de la reconciliación a todos los hombres.
En esta Cuaresma en la que estamos quiero anunciaros que la conversión es tarea de todos. Tanto los que estamos fuera (hijos pródigos) como los que nos quedamos en la casa del padre (hijos mayores), pues unos y otros estamos o hemos estado al lado de un padre amoroso y no siempre nos hemos enterado ni hemos valorado todo esto.
- El lema de este año para el día del Seminario es: “Sacerdotes, Testigos del Amor de Dios”. Sí, los sacerdotes tenemos nuestras propias historias de conversión y de vocación, las cuales muchas veces están entrelazadas. Hay sacerdotes y seminaristas que en su vida han sido hijos pródigos y han descubierto a ese Dios maravilloso como Padre que les ha acogido y llamado a su lado. Hay sacerdotes y seminaristas que en su vida han sido hijos mayores y también han descubierto un día a ese Dios Padre. Es un camino que empezó un día, pero que no acabó el día que se entró en el Seminario, sino que continúa hasta llegar al Reino de Dios.
Voy a contaros dos ejemplos sencillos de cómo unos sacerdotes pueden ser testigos de ese Amor de Dios ante sí mismos o ante los demás:
a) Este viernes estaba en la reunión del Consejo Episcopal con el Sr. Arzobispo, con el Obispo auxiliar y con el resto de vicarios. Tenía el móvil en vibración y siento que, hacia las 11,30 de la mañana, me envían un mensaje. Lo abro y veo que es un mensaje de un sacerdote joven. Escribía: “Acabo de decir al Señor que soy muy feliz de ser sacerdote, y una gran paz me inundó. ¡Animo en la reunión! Lo pasé muy bien contigo en Valladolid. Te quiero mucho.” Este mensaje me alegró la mañana y el día, y me hizo dar gracias a Dios.
b) No sé si alguna vez habéis oído hablar de una “juerga mística”. Pues os voy a narrar la “juerga mística” que nos corrimos este cura joven y yo por Valladolid el domingo y lunes inmediatamente anteriores a carnaval. Veréis, lo pasamos “como los indios” yendo después de las Misas de ese domingo a un monasterio religioso cerca de Valladolid, en donde me esperaba una religiosa de clausura para hacer dirección espiritual. Lo pasamos “como los indios” hablando de nuestras cosas en el trayecto. Lo pasamos “como los indios” mientras yo hacía dirección espiritual con la religiosa y mi compañero-amigo oraba y leía un poco. Lo pasamos “como los indios” mientras cenábamos y hablábamos con tres religiosas. Lo pasamos “como los indios” cuando al día siguiente nos fuimos a Salamanca y allí atendimos a una persona que nos esperaba, y también mientras regresamos a Asturias y seguíamos hablando de los avatares del viaje y de lo acaecido en el monasterio de Valladolid y en Salamanca. Al final de viaje, éramos más felices y estábamos más llenos del Señor, porque Este había hecho el bien a través nuestro, y nosotros disfrutamos con ello.

Domingo III Cuaresma (C)

11-3-2007 DOMINGO III CUARESMA (C)
Ex. 3, 1-8ª.13-15; Slm. 102; 1ª Cor. 10, 1-6.10-12; Lc. 13, 1-9
Queridos hermanos:
El evangelio de hoy contiene dos mensajes que parecen contradictorios entre sí. Por una parte, se nos apura y se nos incita a la conversión y, por otra, se nos habla de la paciencia de Dios:
1) Cristo Jesús nos invita de un modo perentorio a la conversión: “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.” “Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?”
- La conversión que Jesús nos pide es la de un cambio en nuestra vida. No vivamos más según lo que nos dice el mundo, sino según lo que nos dice Dios. Cada uno tendrá que ver en su vida qué es lo que Dios le pide concretamente y qué es lo que le está dando a Dios.
- La conversión que nos pide Jesús es que demos frutos. Quizás la higuera fuera grande y frondosa. Quizás tuviera grandes y verdes hojas. Quizás fuera muy vistosa, pero… no tenía higos, no daba fruto. Quizás nosotros nos dejemos asombrar por la vistosidad y la apariencia de las personas (: es joven, no tiene arrugas, viste a la última moda, tiene un chalé en la playa, tiene un buen coche, tiene…), pero Dios se fija en el interior del hombre, en los frutos de conversión.
Hay un texto en el Antiguo Testamento, concretamente del profeta Daniel en que se narra que el rey Baltasar de Babilonia vivía de espaldas a Dios y un día que banqueteaba con sus generales, nobles, mujeres y concubinas, vio aparecer unos dedos que escribieron tres palabras en una de las paredes del palacio. Nadie supo interpretar aquellas palabras, salvo Daniel el profeta: “Esta es la inscripción que ha sido trazada: Mené, Tequel, Parsín. Y esta es la interpretación de las palabras: Mené: Dios ha contado los días de tu reinado y les ha puesto fin; Tequel: tú has sido pesado en la balanza y hallado falto de peso; Parsín: tu reino ha sido dividido y entregado a los medos y a los persas” (Dn. 5, 25-28). Ante nuestra forma de vida, sin una conversión seria y sin frutos de conversión, también los dedos de Dios aparecen y escriben en las paredes de nuestros hogares: “Mené, Tequel, Parsín”. Es decir, Mené, que significa que Dios ha contado y examinado nuestros días, y sólo ve rutina y sin sentido; Tequel, que significa que Dios ha pesado nuestros frutos y ve que nos falta humildad, paciencia, comprensión, cariño, escucha, austeridad, esperanza, fe, laboriosidad, constancia, entrega, sinceridad…; Parsín, que significa que tenemos una vida divida, rota, frustrada, fracasada, con la autoestima por los suelos y que estamos entregados, esclavizados y vaciados, en lo más íntimo de nuestro ser, por los dioses e ídolos terrenos que se nos presentan.
Decía Jesús en el evangelio: “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.” Sin embargo, no es Dios quien nos hace perecer, quien nos mata o nos tala como a la higuera, sino que nuestra propia vida, sin frutos de conversión, es la que hace que nos sequemos, nos pudramos por dentro y nos muramos. Pero ¿no vemos que vivimos como muertos, que estamos atiborrados de ansiolíticos, de antidepresivos, de pastillas para dormir? ¿No vemos que tenemos de todo y que, no obstante, nos falta algo esencial?
Sí, ciertamente hay gente que puede sentirse muy bien como vive, como está, con lo que tiene. En su vida no hay ningún “Mené, Tequel, Parsín”. Pero entonces surgen las palabras de S. Pablo en la segunda lectura: “Por lo tanto, el que se cree seguro, ¡cuidado no cai­ga!” Me parece que ya lo he contado otra vez aquí, pero lo repito. Recuerdo que, hacia finales de la década de los 90, había una persona que trabajaba en un buen puesto, que cobraba de aquella casi 400.000 pts. mensuales, que tenía una buena mujer, que ésta también trabajaba e igualmente cobraba un buen sueldo, que tenían dos hijos preciosos, que este hombre no creía en Dios y que no lo necesitaba, que tuvo un desgraciado accidente, del cual murió instantáneamente. ¿Qué vida es ésa en que uno pasa del estar “bien” a la desgracia más profunda en el tiempo de dos segundos de reloj? “Por lo tanto, el que se cree seguro, ¡cuidado no cai­ga!”
2) Por otra parte, se nos habla en el evangelio de hoy de la paciencia de Dios. En efecto, el mismo Jesús dice sobre la higuera: “Déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás.”
“Déjala todavía este año.” El Señor nos da más tiempo para la conversión, para dar frutos. El Señor espera por nosotros año tras año, como el padre del hijo pródigo que salía siempre a los límites de su hacienda a buscar con la mirada a su hijo pequeño, a su hijo perdido, a su hijo querido.
“Yo cavaré alrededor y le echaré estiércol.” Pero el Señor no se limita a darnos tiempo, a esperar. El Señor actúa sobre nosotros y nos cuida, nos quita las malas hierbas, remueve la tierra para que entre oxígeno, para que entre mejor la humedad y llegue el alimento necesario a las raíces. El Señor nos da el alimento y las vitaminas necesarias. “El Señor es mi pastor, nada me puede faltar. Él me hace descansar en verdes praderas, me conduce a las aguas tranquilas y repara mis fuerzas” (Slm. 23, 1-3).
En definitiva, la paciencia de Dios es nuestra salvación, ya que El “usa de paciencia, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos se conviertan” (2 Pe. 3, 9).

Domingo II Cuaresma (C)

4-3-2007 DOMINGO II CUARESMA (C)
Gn. 15, 5-12.17-18; Slm. 26; Flp. 3, 17-4, 1; Lc. 9, 28b-36
Queridos hermanos:
Cuando confieso o hago dirección espiritual con la gente, una de las preguntas que suelo plantear es si hacen oración. Alguna gente me dice que sí, que reza. Y yo les digo que no pregunto si rezan, sino si “hacen oración”. Alguna gente me contesta que no hace oración, pero que habla con Dios. Y yo le aclaro que hay que distinguir entre rezos (recitación de las oraciones ya hechas como el credo, el Ave María…) y la oración, o sea, el diálogo con Dios utilizando nuestras propias palabras y/o pidiendo y/o dando gracias y/o alabando simplemente a Dios, y les digo que esto sí que es oración. Una vez aclarado lo que es “hacer oración”, doy un paso más para profundizar y les pregunto si escuchan a Dios. Y es que la oración principalmente no se hace, sino que se recibe; no es acción nuestra, sino de El. Lo que importa en la oración no es tanto lo que nosotros le decimos o pedimos a El, sino y sobre todo lo que El nos dice a nosotros. Dios nos habla al corazón, nos habla a través de los acontecimientos de nuestra vida ordinaria, nos habla a través de lo que leemos o a través de lo que se nos dice.
Las lecturas de hoy nos hablan del diálogo entre Dios y sus hijos (Abrahán, el salmista, S. Pablo, Jesús). Es importante darse cuenta que el tiempo de Cuaresma, más que un tiempo de mortificación y de penitencia, es un tiempo de silencio, de escuchar a Dios, de pararse y dejar de lado las cosas mundanas y volverse hacia El.
- En la primera lectura se nos dice que es Dios quien toma la iniciativa de hablar con Abrahán. Así, aprendemos que la iniciativa de acercarnos a Dios no procede nunca de nosotros, sino de El, que siempre nos busca y nos encuentra y nos habla. Lo que Dios nos dice no coincide, la mayoría de las veces, con lo que nosotros pensamos o deseamos, y parece algo irrealizable: a Abrahán le prometió una gran descendencia, cuando él era ya muy mayor y su mujer también, además de estéril; asimismo Dios prometió a Abrahán un gran territorio, cuando éste no tenía ni un ejército para conquistarlo ni dinero para comprarlo. Veamos la postura de Abrahán para aprender nosotros: 1) Abrahán pregunta a Dios, es decir, dialoga con El: “Señor Dios, ¿cómo sabré yo que voy a poseer la tierra que me prometes?” 2) Abrahán cree al Señor y acepta lo que El le dice.
¿He escuchado al Señor en algún momento de mi vida? ¿Cómo y cuándo? ¿Qué me dijo? ¿He dialogado con El? ¿Le he creído? ¿Tengo esperanza en El y en su palabra?
- En el precioso salmo 26 leemos cómo un hombre clama a Dios ante la soledad, ante los problemas de su vida, ante los sufrimientos de sus seres queridos (el otro día me llamaba una madre angustiada porque su hija pequeña no respiraba bien y tenía asma y temía que se ahogara durante la noche). El salmista, como cualquier hombre y mujer de fe, clama: “Escúchame, Señor, que te llamo; ten piedad, respóndeme. No rechaces a tu siervo.” Después de un tiempo de clamar, de esperar la respuesta de Dios, al fin, Éste responde. ¿Cómo responde? Nos lo dice el mismo salmista: “Oigo en mi corazón: Buscad mi rostro’”. Dios nos habla en lo más profundo e íntimo de nuestro ser. Los judíos pensaban que ese sitio era el corazón, por eso se dice en el salmo que oye en su corazón. Cuando el salmista y el hombre de fe escuchan la voz del Señor en su corazón, es cuando todo cambia. Los problemas siguen ahí, los sufrimientos no desaparecen, pero TODO ES DISTINTO. ¿Por qué? Porque El está conmigo, con nosotros. Y surge de lo más íntimo del corazón del salmista un canto de fe, de esperanza y de confianza hacia el Amado: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar? Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro. Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida.” Y, finalmente, el salmista nos habla a nosotros, a los que leeremos sus palabras años y siglos más tarde, desde su experiencia de Dios y nos anima a ser pacientes: “Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor.” Espera en Dios a pesar de que todo el mundo te diga que no está, que no existe, que no te oye, que no se preocupa por ti. Espera en Dios a pesar de sus largos silencios y de tus muchas impaciencias[1]. Espera en Dios, porque, cuando El te hable al corazón, sabrás que ha merecido la pena esperar en El. Pero para esperar, hay que ser valiente frente a los demás y frente a uno mismo. En definitiva, “Espera en el Señor.”
¿Me he sentido reconocido alguna vez con la experiencia del salmista? ¿He escuchado en mi corazón para que buscara el rostro de Dios? ¿Lo estoy buscando? ¿Cómo?
- En la segunda lectura S. Pablo nos previene para que en esta Cuaresma no aspiremos únicamente a las cosas terrenas: sólo comer, sólo vestirnos, sólo planear las vacaciones de Semana Santa, sólo que nos consideren, sólo ver Tv, sólo ganar más sueldo, sólo vivir más tiempo y mejor en la tierra, sólo estar sano -físicamente hablando y no tanto en el espíritu-, sólo quitar la hipoteca, sólo cambiar de coche, sólo sacar los estudios, sólo… “Nosotros, por el contrario, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo.” En este tiempo de Cuaresma hemos de mirar y aspirar más a las cosas de Dios y del Reino de Dios, que es lo único que nos da verdadera y duradera felicidad. Así lo experimentó S. Agustín: "¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y ver que tú estabas dentro de mí y yo estaba fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobres estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; ex­ha­laste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y abraséme en tu paz" (S. Agus­tín, Confesiones, Libro X, Cp. XXVII, 38).
- Pero el modelo genuino de oración es Cristo Jesús. En El hemos de mirar todos y de El debemos de aprender todos. Jesús quiere que sus amigos más íntimos participen de sus secretos y de sus alegrías, por eso llevó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan.
Al orar hay: 1) una transformación en todo el que ora. Aunque nos distraigamos, aunque parezca que es un pérdida de tiempo, sin embargo, hay algo que cambia en nuestro interior e incluso en nuestro exterior (las facciones del rostro se suavizan). Otra cosa es que no lo percibamos o que no lo percibamos siempre o que no percibamos todo lo que acontece en nosotros y a nuestro alrededor. En el caso de Jesús “mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos.” 2) Al orar las realidades espirituales, que no están a los ojos de los que no oran, de los que no son hombres de espíritu, se manifiestan: Con Jesús estaban Moisés y Elías y hablaban con El.
Pedro y sus compañeros se caían de sueño, porque se aburrían, porque no percibían nada, como nos pasa a nosotros en muchas ocasiones en nuestros tiempos de oración. Pero, en cuanto Pedro, Santiago y Juan perciben algo, todo cambia: ya se encuentran bien allá y no quieren marcharse ni que aquello se acabe. En la oración hay ratos de total claridad (Pedro y los otros dos veían la gloria de Dios), pero también de oscuridad (entraron en una nube y se asustaron). El aburrimiento forma parte de la oración. La consolación forma parte de la oración. El miedo (la nube) forma parte de la oración. En la oración también escucharon la voz de Dios, que les decía que Jesús era su Hijo y que lo escucharan. ¿Cómo podemos saber que lo que sentimos en la oración es auténtico y que no nos engañamos? Si la oración nos lleva a Jesús, es un signo de que estamos en el camino verdadero.
Cuando todo paso, nada más vieron a Jesús. Y es que en la oración todo es temporal. Habrá que esperar a entrar en el Reino de los cielos para que todo esto lo percibamos de un modo pleno, total y perpetuamente.
[1] Hace poco me enviaron por carta un “Padre nuestro” muy peculiar que ilumina muy bien esto último que os estoy diciendo. Ahí va: “Padre nuestro, de todos nosotros, de los pobres, de los sin techo, de los marginados y de los desprotegidos, de los desheredados y de los dueños de la miseria, de los que te siguen y de lo que en ti ya no creemos. Baja de los cielos, pues aquí está el infierno. Baja de tu trono, pues aquí hay guerras, hambre, injusticias. No hace falta que seas uno y trino, con uno solo que tenga ganas de ayudar, nos bastaría. ¿Cuál es tu reino? ¿El Vaticano? ¿La banca? ¿La alta política? Nuestro reino es Nigeria, Etiopía, Colombia, Hiroshima. El pan nuestro de cada día son las violaciones, la violencia de género, la pederastia, las dictaduras, el cambio climático. En la tentación caigo a diario, no hay mañana en la que no esté tentado de crear a un Dios humilde, a un Dios justo. Un Dios que esté en la tierra, en los valles, los ríos, un Dios que viva en la lluvia, que viaje a través del viento y acaricie nuestro Alma. Un Dios de los tristes, de los homosexuales. Un Dios más humano… Un Dios que no castigue, que enseñe. Un Dios que no amenace, que proteja. Que, si me caigo, me levante, que si me pierdo, me tienda su mano. Un Dios que si yerro, no me culpe y que, si dudo, me entienda. Pues para eso me dotó de inteligencia, para dudar de todo. Padre nuestro, de todos nosotros. ¿Por qué nos has olvidado? Padre nuestro, ciego, sordo y desocupado, ¿por qué nos has abandonado?”

Domingo I Cuaresma (C)

25-2-2007 DOMINGO I CUARESMA (C)
Dt. 26, 4-10; Slm. 90; Rom. 10, 8-13; Lc. 4, 1-13
Queridos hermanos:
Hoy, primer domingo de Cuaresma, como habitualmente hago todos estos años, en vez de predicar propiamente sobre las lecturas del día, os planteo este examen de conciencia para ayudarnos en la vivencia de este tiempo de penitencia, de oración y de conversión.
No quisiera que este examen de conciencia fuera una especie de losa sobre nosotros. No. La miseria humana, en cristiano, va siempre acompañada de la misericordia de Dios. Sólo a través de los ojos y del corazón de Dios el hombre puede y debe mirar sus propios pecados. El nos los descubre, y al mismo tiempo nos los perdona. Pero yo no puedo cambiar y caminar hacia Dios si no veo dónde estoy de verdad, y esto me lo hace ver Dios con su luz admirable y con la paz maravillosa que nos concede su perdón.
¿He sentido envidia hacia alguien por las cosas que tenía, por su carácter más simpático o por su saber más grande que el mío, por su físico; de tal manera que me alegraba de sus fallos o cuando las cosas le iban mal, y me entristecía cuando las cosas le salían bien? El sentimiento de la envidia en muchas ocasiones no es buscado por nosotros, pero es algo que surge en nuestro interior y nos da mucha vergüenza. En determinados momentos la envidia que sentimos es fruto de la tentación a fin de quitarnos la paz.
¿He sentido celos ante otras personas porque ellas son más valoradas que yo, más tenidas en cuenta que yo, más apreciadas que yo? ¿He sentido celos porque a los demás se les reconoce enseguida lo “poco” que hacen, y a mí no se me reconoce todo lo que hago (al cuidar a unos padres, al hacer las tareas de casa, en el lugar de trabajo…?
¿He hecho juicios en mi interior acerca de otras personas, desca­lificando las actuaciones de los otros, como si todo o casi todo lo de ellos fuese malo? El juicio interior supone ponerse en una posición de superioridad y desde ahí considerar como negativo lo que los demás dicen, hacen o dejan de decir y/o de hacer.
¿He murmurado contra alguien, bien iniciando yo la conver­sa­ción o siguiendo lo comenzado por otros? ¿He sacado los defec­tos de los demás a la luz pública? La murmuración presupone un juicio previo. El juicio queda en mi interior, mientras que la murmuración sale al exterior por la lengua. Lo malo o negativo que veo en los demás, ¿soy capaz de decírselo al interesado o interesada? La mayoría de las veces no, entonces ¿por qué lo digo?: ¿Porque me interesa de verdad esa persona y que mejore, por pasar el rato, por despecho, por quedar por listo o gracioso ante quien estoy murmurando? Si no soy capaz de decir lo negativo al interesado, entonces es mejor que me calle o en todo caso que se lo diga a Dios rezando por esa persona. Lo peor de la murmuración no es lo que decimos, que en muchas ocasiones es cierto, sino el “tonillo” con el que decimos esas cosas, es decir, no hay caridad. Y la verdad que no va acompañada de la caridad-amor, no es la verdad de Cristo. Yo no he descubierto nunca a Dios diciéndome las cosas, ni a mí ni a nadie, restregándolas por las narices. Dios me muestra las cosas, mi verdad, mis defectos, pero lo hace con tanto amor, que veo lo que me dice, lo acepto y mi amor hacia El crece más. Aprendamos a hacerlo así y, si no lo hacemos así, es que estamos murmurando.
¿He difamado, es decir, he dicho cosas negativas de los demás que son falsas, bien porque exagere lo que digo o porque no me cercioro y aseguro de la veracidad de lo que escucho sobre los otros y “alegremente” lo suelto sin más? CUANTO DAÑO HACE LA LENGUA, NUESTRA LENGUA. Ya leemos en la epístola del apóstol Santiago que “la lengua ningún hombre es capaz de domarla: es dañina e inquieta, cargada de veneno mortal; con ella bendecimos al que es Señor y Padre; con ella maldecimos a los hombres creados a semejanza de Dios; de la misma boca salen bendiciones y maldiciones”. “Todos faltamos a menudo, y si hay alguno que no falte en el hablar, es un hombre perfecto, capaz de tener a raya a su persona entera”.
¿Soy una persona mal hablada con frecuentes tacos, con blasfemias, con palabras soeces o hirientes (“cada día te pareces más a tu madre…”, “cállate, gorda…”); buscando siempre el insulto, el dejar mal a los otros, el decir la palabra graciosa, aunque sea a costa de los demás?
¿He mentido a alguna persona, a mi familia, en el trabajo para no quedar mal, por aprovecharme de otros, por venganza, etc.? ¿He dicho medias verdades por las mismas motivaciones? Cuando Jesús fue condenado a muerte por los judíos del Sanedrín, para ello utilizaron sus propias palabras. Le preguntaron si El era el Hijo de Dios y Jesús contestó que sí, que lo era. Y esto le ocasionó su muerte. Podía haber dicho una mentira piadosa. Total esa mentira piadosa le hubiera permitido vivir más años, curar a muchos enfermos, hacer muchos milagros, enseñar mejor a los apóstoles, asentar mejor la Iglesia que quería fundar, anunciar mejor el mensaje de Dios Padre. Pero no, El dijo siempre la verdad, aún a costa de ser muerto, aún a costa del fracaso de su misión entre nosotros. Y su verdad le llevó a la cruz, y esta cruz, fracaso entonces, es salvación para todos nosotros.
¿He sido impaciente con los demás y conmigo mismo? El impaciente es aquél que no tiene paz en su corazón y por eso “salta” con frecuencia. Estoy impaciente cuando no soy capaz de esperar con sosiego y tranquilidad que llegue el ascensor al que he llamado, a que el semáforo se ponga en verde, a que te atiendan en el médico, o que atienden en el supermercado a la persona que está por delante de mí. Estoy impaciente cuando no me pongo en el lugar de los otros y quiero que ellos hagan las cosas como yo las hago y en el tiempo en que yo las hago. No aguanto los fallos de los demás, pero los míos propios… tampoco.
¿He tenido ira, rabia, enfados hacia alguna persona (familiar, amigo, en el trabajo, etc.), y he manifestado esta ira externamente con expresiones hirientes o soeces, con voces, o incluso también en mi interior?
¿Tengo rencor hacia alguna persona, de tal modo que no hablo con esa persona, ni la perdono de ningún modo y, cuando la veo o surge una conversación sobre ella, siempre se nota mi inquina contra ella? ¿Llevo mi “agenda” de los agravios que me han hecho los demás y las fechas en que me las han hecho y ante quien me las han hecho? ¿Hay alguien a quién no salude ni tenga intención de hacerlo? ¿Soy una persona vengativa; las cosas que me han hecho las tengo bien guardadas y presentes, y ante la más pequeña oportuni­dad se las "restriego" en la cara o suelto mi "veneno" ante otras personas?
¿He tenido pereza para levantarme, para acostarme, para hacer los estudios, el trabajo, mis oraciones, asistencia a la Misa, etc.? Perezoso es aquel que hace las cosas que le gustan, y las que no, las va dejando siempre de lado: el cesto de la plancha, los azulejos, tareas en el trabajo, escribir cartas, visitar a personas, enfermos. Con frecuencia la pereza va asociada al egoísmo, pues saco tiempo para las cosas que me gustan y me interesan, pero las otras cosas quedan las más de las veces sin hacer o a medio hacer.
¿He tenido gula, es decir, me dominan las apetencias y los gustos por encima de mi voluntad: domina el dulce sobre mi voluntad, domina el alcohol sobre mi voluntad, domina el café sobre mi voluntad, domina el tabaco sobre mi voluntad…? Seguramente que en muchas ocasiones pensamos como el gallego: “perdono o mal que me fai, por o ben que me sabe”. Tengo gula cuando como entre horas por el simple hecho de picar, o como nada más de lo que me gusta, o no como jamás lo que no me gusta, o protesto por la comida, o como o bebo con ansia, etc.?
¿He sido egoísta en el trato con los demás preocupándome tan solo de lo que me venía bien a mí, pasando o dejando de lado las necesidades de los otros? ¿Soy de los que cojo el mando de la TV y no lo suelto en modo alguno, y todo el mundo tiene que ver el programa que a mí me gusta? ¿Al sentarme en el coche o en casa escojo el mejor puesto… sin pensar en los otros? ¿Pienso en los otros, en lo que les gusta a los otros, en lo que les viene bien a los otros, o nada más me veo a mí mismo y mis apetencias y mis necesidades?
¿He faltado a la pobreza cristiana con gastos superfluos en cosas que no son del todo necesarias (ropas, tabaco, cafés, revistas, consumiciones, CD, bisutería, viajes, etc.)? ¿Compro cosas baratas que no necesito o que ya poseo más que suficientemente? Al comprar pregunto a mi gusto, a los demás… ¿y a Dios? Porque El tendrá algo que decir, sobre todo si me confieso cristiano y deseo que su Voluntad se cumpla en mí. Un cristiano no puede caer en el consumismo igual que otra persona que le dé igual vivir en su Santa Voluntad o no. ¿Tengo codicio y ansío poseer cosas materiales? ¿Doy limos­nas a la Iglesia o a ONGs o a familias necesitadas (es bueno aquí comparar cuánto gasto para mí al mes y cuánto doy en limosnas para los demás al mes; se verá que la diferencia es mucha)? La limosna es lo que yo llamo el dinero de Dios. Es suyo y yo he de administrarlo según su Voluntad y no según mi capricho. El dinero de la limosna nunca puede quedarse en mi bolsillo. Si no lo doy yo directamente, entonces debo de buscar a organizaciones o personas que busquen donde entregarlo y que conocen mejor que yo diversas necesidades de otros hombres. ¿Tengo mi corazón pegado a cosas mías (coche, ropa, objetos), personas, opiniones, mi físico, etc.? Para entender la pobreza cristiana se ha de partir de que sólo Dios es nuestra riqueza, porque es lo totalmente Absoluto, lo demás es relativo (Mt. 10, 37). ¿He robado, es decir, me ha apropiado de cosas que no son mías? Me apropio de cosas que no son mías, robo, cuando en el hospital en el que trabajo cojo tiritas, esparadrapos, tijeras... y lo llevo para mi casa o para mis familiares. Robo cuando en el colegio donde trabajo cojo hojas, bolígrafos... y los llevo para mi casa. Robo en el trabajo llegando tarde y saliendo temprano. Robo en el trabajo al no pagar lo justo y debido a mis empleados y no reconocerles sus derechos. El hecho de que lo hagan los demás no quiere decir que está justificado que lo haga yo.
¿He sido desobediente en mi casa, con mi familia, con Dios, con la Iglesia, con mi director espiritual, con las normas de tráfico, con las cosas que me piden muchas veces por favor; y soy más bien de los que siempre hace lo que les da "la realísima gana"? La obediencia no es simplemente hacer sin más lo que me digan o me pidan, también hay que mirar el modo y las maneras en que lo hago. Por ejemplo, si realizo las cosas que se me piden pero con protestas, interiores o exteriores, entonces no estoy obedeciendo. Yo nunca he visto ni he leído que, cuando Dios Padre indicó a su Hijo que fura a la Cruz, por el perdón de los pecados de los hombres, Jesús obedeciera pero diciendo: “¡Que siempre me toca a mí!” ¿A quién tengo que obedecer yo? Pues en primer lugar a Dios, a mis padres, a mis hijos, a mi marido, a mi mujer...
¿He faltado a la castidad con pensamientos, deseos, miradas, actos impuros (solo o acompañado); he respetado mi cuerpo y el de los demás por ser Templo del Espíritu de Dios, me he mantenido alejado de aquello que me tentara en este punto como TV, revis­tas, conversaciones, etc.?
¿He tenido el pecado de la vanidad de tal manera que estoy demasiado pendiente de mi aspecto físico, de la moda, y al final soy un esclavo de ello? Hay personas que son incapaces de salir desconjuntadas de casa o de no salir a la calle con prendas que no son de marca. Hay personas que visten o se acicalan de una determinada manera, pero no por convencimiento o gusto propio, sino por obtener el parabién de la gente con la que están.
¿He tenido soberbia al considerarme superior a otros, al considerarme inferior y esto me hacía sufrir, puesto que no me acepto tal y como soy? ¿Me ando siempre quejando de la sociedad, de los demás, de mí mismo? ¿"Engordo" cuando los demás hablan bien de mí, y me entretengo después pensando y "repensando" lo que se dijo bueno de mí? ¿Me enfada el que los demás hablen mal de mí, sea mentira o verdad, y "despo­trico" contra ellos y busco rápidamente el justificarme? ¿Me cuesta admitir mis errores? ¿Me cuesta pedir perdón? ¿Hago o dejo de hacer cosas, digo o dejo de decir cosas por el qué dirá la gente, de tal manera que soy un esclavo de lo que piensen los demás? Veamos algunos de los frutos de la soberbia: En las relaciones con el prójimo, el amor propio y la soberbia nos hace susceptibles, inflexibles, impacientes, exagerados en la afirmación del propio yo y de los propios derechos, fríos, indiferentes, injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Nos deleita en hablar de las propias acciones, de las luces y experiencias interiores, de las dificultades, de los sufrimientos, aun sin necesidad de hacerlo. En las prácticas de piedad nos complace en mirar a los demás, observarlos y juzgarlos; nos inclinamos a compararnos y a creernos mejor que ellos, a verles defectos solamente y negarles las buenas cualidades, a atribuirles deseos e intenciones poco nobles, llegando incluso a desearles el mal. El amor propio y la soberbia hacen que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, insultados o postergados, o no nos vemos considerados, estimados y obsequiados como esperábamos.
¿He faltado en el amor al prójimo hacia los enfermos, ancia­nos, familiares, marginados, etc.? ¿Tengo verdadera preocupación por las necesidades materiales, morales y espirituales de las personas que me rodean, de la gente que vive en Asturias, en España, en Europa, en el mundo? ¿Considero a las demás personas como hermanos míos al ser hijos todos del mismo Padre?
¿He tenido falta de confianza en Dios buscando yo siempre el encontrar solución a todo y rápida; y cuando no salía tal y como era mi deseo me enfadaba con Dios o me descorazonaba con El? No tengo confianza en Dios cuando las cosas positivas o negativas que me suceden me afectan sobremanera. No quiere decir con esto que tengamos que ser insensibles a las circunstancias que acontecen a nuestro alrededor, pero sí es cierto que nuestra seguridad total está en Dios y no tanto en que las cosas me salgan bien o mal.
¿He dejado mis oraciones de lado, o las he hecho con rutina y sequedad? ¿He sido fiel a lo que el Señor me iba mostrando o pidiendo en ellas?
¿He faltado a la Misa de los domingos, o he asistido a ella con rutina, falta de fervor, de mala gana y distracciones?
¿He realizado alguna lectura espiritual para alimentar mi ser y abrirme a otras experiencias y a otros horizontes que puedan acercarme más a Dios?
Se podían sacar muchas más cosas, pero de momento yo creo que con esto vale para tener una guía más o menos exhaustiva.

Homilía de boda

ME HA PEDIDO PEPITINA QUE PUBLIQUE EN EL BLOG ESTA HOMILIA QUE SUELO PREDICAR EN LAS BODAS, YA QUE PUEDE SERVIR COMO COMPLEMENTO A LA CHARLA DE LA SEXUALIDAD. MUCHOS DE VOSOTROS CREO QUE YA LA CONOCEIS.

Homilía en audio
Queridos hermanos:
A la hora de unirse un hombre y una mujer existen diversas formas:
a) Lo que ahora se denomina “parejas de hecho”, es decir, basta la mera voluntad de él y la mera voluntad de ella para que establezcan una convivencia marital.
b) También se pueden unir a través del matrimonio civil. En este caso se necesita la voluntad de él, la voluntad de ella y el rellenar una serie de papeles ante el Ayuntamiento y el Registro Civil.
c) Finalmente, existe la unión religiosa. Aquí me voy a fijar en la unión religiosa católica, o sea, la celebración del sacramento del matrimonio. En este caso es necesaria la voluntad de él, la voluntad de ella, el rellenar una serie de papeles del expediente matrimonial y el cumplir una serie de condiciones. Sí, para casarse por la Iglesia Católica no vale cualquier hombre o mujer. Hay que estar vocacionado para ello, como los hombres que desean ser sacerdotes y las mujeres que desean ser monjas. No vale cualquiera para casarse. Cuando uno o una que no tienen vocación para el matrimonio y, sin embargo, se casan producen matrimonios nulos o matrimonios infelices, y hay muchos de aquéllos, pero sobre todo de estos. A continuación voy a reseñar algunas de las condiciones necesarias para contraer matrimonio por la Iglesia Católica:
1) Es necesario tener unas tijeras para cortar el cordón umbilical que se tiene con mamá, o con papá, o con el trabajo, o con los amigos. A partir de la celebración del matrimonio, lo más importante para él y para ella pasa a ser su marido o su mujer. Los demás están, pero… en un segundo o tercer lugar. Si alguien no es capaz de relegar a un segundo plano, respecto a su cónyuge, a los padres[1], amigos, etc., es que no vale para casado o casada. Si alguien sabe que no va a ser capaz de cumplir esto, por favor, que sea honrado y que lo diga para no causar tanto sufrimiento inútil y tanto matrimonio fracasado. Todo esto que digo no es mío, sino del mismo Jesucristo cuando dice: “por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos uno solo. De manera que ya no son dos, sino uno solo” (Mateo 19, 5-6).
2) Es necesaria aceptar y guardar la fidelidad. No sólo la sexual, que por supuesto, sino también la fidelidad a la palabra dada. Cuando uno está en su noviazgo ambos hacen planes para el futuro. Esos planes han de cumplirlos y sólo pueden modificarlos ambos esposos, no uno por su cuenta y riesgo sin contar con el otro. En mi experiencia de sacerdote y también por la vida ordina­ria he visto que hay como cuatro modelos de matrimonios: * Manda él y obedece ella. * Manda ella y obedece él. Un día en Covadonga: "Señora que de malos modos me dice: ¡coge eso!... ¡extiende esto! Pensaba que estaba hablando con su marido". * Cada uno anda por su lado. Cada uno tiene sus propios amigos/as, uno se ocupa del trabajo fuera y otro en casa, tienen tareas ya especificadas y uno no se puede meter en lo del otro. Hay temas tabú que no se pueden tocar, por lo que se "calcan" mentiras unos a otros o se ocultan las cosas. Incluso pueden tener hasta las camas separadas... hasta por un tabique. Es decir, durmiendo en habitaciones separadas. Son dos extraños bajo un mismo techo. Cada uno con lo suyo. * La comunión total de cuerpos, de mentes, de espíritus, de anhelos, de ideales. Cuando en el evangelio se dice que forman «una sola carne», no se refiere exclusivamente al momento del acto sexual, sino a toda la vida. Como aquel hombre que al morir su mujer decía: «Se me ha muerto mi hermana, mi madre, mi amiga.»
3) Es necesario aceptar y vivir la indisolubilidad conyugal. Esto significa que él y ella se casan para toda la vida; hacen una apuesta total por la persona amada: “Hasta que la muerte nos separe”. Yo llevo 22 años de cura; no sé si mañana me secularizaré. Sé que el día que me ordené quería ser cura para toda la vida y hoy también. ¿Y mañana? No lo sé. Lo mismo pasa en el matrimonio. Uno se casa hoy con intención de que sea para toda la vida. No sabemos qué pasará mañana. Hace falta aceptar la indisolubilidad, pero cada día. Recuerdo que un día, en una boda, después de predicar estas ideas, se me acercó una pareja de mediana edad y hablamos sobre estos temas, porque decían no estar de acuerdo con varias cosas de las que yo decía. En un determinado momento les pregunté: “Con lo que hoy sabéis, ¿os casaríais de nuevo con él/con ella…?” Y vosotros, los casados, ¿qué haríais? La apuesta por la indisolubilidad no es sólo el día de la boda, sino cada día de la convivencia conyugal.
Pero, además, la indisolubilidad significa que uno también se casa con la otra persona entregado todos los aspectos y circunstancias de su vida, y aceptando lo mismo de la otra persona: “en la salud y en la enfermedad, en la prosperidad y en la adversidad”. Estas parecen… y son palabras muy bonitas, pero vamos a aterrizar un poco. Cuando una pareja me piden que asista a su matrimonio, siempre les pregunto si van a hacer las famosas capitula­ciones o separación de bienes antes de la boda. Si me dicen que sí, entonces les planteo que se ha de suprimir de la ceremonia de bodas el rito de las arras, puesto que es una hipo­cresía y un fariseísmo hacer separación de bienes y al mismo tiempo, ante Dios, decir que se van a compartir todos los bienes. Fija­ros en lo que dice el texto del rito y lo que se dicen los esposos al entregarse mutuamente las arras: «N., recibe estas arras como prenda de la bendición de Dios y signo de los bienes que vamos a compar­tir.» De manera que se está dispuesto a compartir con la pareja el dolor, la alegría, los secretos, la desnudez, los hijos, el amor…, pero el dinero NO. “Lo tuyo, tuyo; y lo mío, mío”. ¿Es esto un matrimonio? Pues sí. ¿Es esto un matrimonio cristiano? De ningún modo. Otra cosa, es verdad, es que se haga la separación de bienes por conveniencia fiscal o para proteger a los hijos o al otro cónyuge ante posibles embargos, o acciones civiles o penales. En estos casos la separación de bienes se busca y realiza con efectos meramente de cara al exterior, pero la pareja misma tiene intención y acción real de compartir absolutamente todos sus bienes materiales. En este caso, repito, veo que se puede hacer el rito de las arras, pues responde al compartir de verdad todo.
4) Es necesario estar abierto a la venida de los hijos. ¡Claro, como los curas no tienen que mantenerlos! ¿Cuántos hijos hay que tener? ¿Los que diga el cura? No. ¿Los que diga el Papa? No. ¿Los que diga el médico? No. ¿Los que diga mi madre o mi abuela? No. ¿Los que digan los vecinos? No. ¿Los que digan Ana Rosa Quintana o el famoso o famosa de turno? No. Entonces, ¿quién lo debe decir? ¡Los propios esposos! Es cierto que yo, como cura, debo plantear a este matrimonio cristiano una serie de criterios, por ejemplo, el suprimir todo interés egoísta. Porque, con mucha frecuencia, se quiere vivir la vida primero, tener todo bien arreglado: piso, muebles, coche, trabajo, tiempo de disfrute de la pareja y los hijos se deja para lo último. Es decir, prima el egoísmo de la pareja sobre qué es lo mejor para la descendencia. Con frecuencia se busca el tener hijos muy cerca de cuando a la mujer “se le va a pasar el arroz” y con frecuencia ya, a ciertas edades, los hijos no vienen. Luego hay que hacerse pruebas, buscar adopciones… Y uno se puede encontrar con 50 ó más años sin hijos, bien “refalfiados” de pisos, muebles, coches, trabajos, viajes a países y lugares de ensueño, acciones bursátiles, pero tremendamente solos. Y como decía Jesucristo en el evangelio: “¿Para quién va a ser ahora todo lo que has amontonado?”
5) La última condición es que Dios y la Iglesia sean centro del matrimonio. Si uno dice que cree en Dios y no en la Iglesia, yo le diría entonces que te case Dios, que te entierre Dios, que te bautice Dios, que te dé la comunión Dios. Cuando uno está ante este altar es porque quiere hacer su matrimonio ante Dios y ante su santa Iglesia, sino es una hipocresía y un engaño. Ante tanto sufrimiento y tantas alegrías como hay en la vida de un matrimonio, Dios y la Iglesia siempre están presentes dando ese punto de equilibrio y de ayuda a los cónyuges. Cuando una pareja se casan se dan las manos, y Dios pone su mano sobre las suyas. Puede ser que el marido retire o decaiga su mano, pero permanecen las manos de la mujer y de Dios. Puede ser que la mujer retire o decaiga su mano, pero permanecen las manos del marido y de Dios. Puede ser que los esposos retiren o decaigan sus mano, pero permanece la mano de Dios. El siempre está. Y es este Dios al que habéis llamado al inicio de vuestro matrimonio para llegar al Reino de Dios juntos.
Recordad: para casarse por la Iglesia católica es necesario la voluntad de él, la voluntad de ella, el rellenar una serie de papeles del expediente matrimonial y el cumplir una serie de condiciones: tijeras, fidelidad, indisolubilidad, apertura a los hijos y Dios como centro de todo.
[1] ¡Cuántos sufrimientos y dolores causan los suegros, porque los respectivos hijos no son capaces de poner las cosas en su sitio!