Domingo XVII del Tiempo Ordinario (C)



28-7-2013                   DOMINGO XVII TIEMPO ORDINARIO (C)
                                  Gn. 18, 20-32; Slm. 137; Col. 2, 12-14; Lc.11, 1-13

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Homilía de audio en MP3
Queridos hermanos:
            En el evangelio de hoy hemos escuchado el ‘Padre nuestro’, según la versión de san Lucas. Hay dos versiones en los evangelios: la de san Lucas y la de san Mateo. La que nosotros hemos aprendido en el catecismo y oramos habitualmente es la de san Mateo, que es la más larga.
            Vamos a reflexionar sobre esta bellísima oración, que Jesús mismo enseñó a sus discípulos cuando éstos le pidieron que les instruyera en la comunicación con Dios. Sí, los apóstoles de Jesús fueron testigos de que Él estaba siempre orando. Le valía cualquier lugar y cualquier momento para ponerse ante Dios y hablar con Él, pero sobre todo para que Él le hablase. Tratemos de llegar al corazón de Dios Padre y de Dios Hijo a través de estas palabras que proceden de lo más íntimo del Dios Trinitario:
            - “Padre”. Al empezar la oración los apóstoles pensaban que Jesús iba a mandarles que dijeran: ‘Dios’, o ‘Creador’, o ‘Todopoderoso’. Sin embargo, Jesús les indicó que dijeran ‘Padre’. Sí, Padre, Padre mío y Padre de todos, Padre de los hombres que conozco y de los que no conoz­co... Padre de mis amigos y de mis enemigos. Jesús utilizaba otro término para dirigirse a Dios. Usaba la palabra que decían los niños para referirse a su padre: ‘Abbá’, que significa algo así como ‘papá’, o ‘papaíto’. Esta forma de dirigirse a Dios escandalizó a los fariseos y a otros judíos. Esto llamó la atención a sus discípulos, pero era la palabra usada por Jesús: ‘Abbá’. Jesús se dio cuenta que muchos judíos fervorosos y creyentes tenían miedo de Dios, o lo veían como alguien muy lejano. Pero Él no. Para Jesús Dios es era su papaíto querido. Y esto quiere metérselo en la cabeza de sus discípulos y les dice aquellas maravillosas palabras que acabamos de escuchar: ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden? Hay gente que me dice: ‘Tengo miedo de decir que se haga su voluntad, porque quizás su voluntad es que me salga un cáncer o me paso algo malo, a mí o a los míos’. Ésta es una falsa imagen de Dios. Dios no es así. Dios es nuestro Padre, nuestro papá.
            - “Santificado sea tu nombre”. 1) Cuando decimos que sea santificado su Nombre, no lo decimos en el sentido de que nosotros podamos santificar a Dios con oraciones. No. Lo que decimos es que su Nombre sea santificado en nosotros. ¿Quién podría santificar al que es la fuente de toda santidad? Ya lo decimos en la Santa Misa: “Santo, santo, santo es el Señor…”. Él es el tres veces santo. 2) Cuando decimos que sea santificado su Nombre, estamos pidiendo que su honor y su gloria sean lo primero y que estén sobre toda otra cosa. Además, la santidad de Dios implica la santidad del hombre, pues el Dios Santo hace que nosotros seamos “santos e inmaculados en su presencia, en el amor” (Ef. 1, 4). La santidad que el hombre tenía al inicio de la creación, pues fuimos creados a su imagen y semejanza (Gn. 1, 26), se perdió con el pecado original. A partir de aquí, la acción de Dios es procurar que el hombre recobre la santidad perdida, porque habíamos sido destinados “desde el principio a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm. 8, 29). Así, Dios nos da la tarea de ser santos y este mandato está en diversas partes de la Biblia: En el Levítico: “Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios soy santo” (Lv. 19, 2); también se dice en el evangelio de Mateo: “Vosotros sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt. 5, 48). Y esto necesitamos pedirlo cada día, pues es tarea de cada hombre, de todos los hombres, pero sobre todo es don y regalo de Dios, que hemos de suplicar insistentemente. Sí, la santidad es más don y regalo de Dios que tarea nuestra. 3) Cuando pedimos que sea santificado el Nombre de Dios, estamos pidiendo que sea santificado en nosotros, que estamos con Él o queremos estarlo. Pero también pedimos que su Nombre sea santificado en todos aquellos que aún no lo conocen o, conociéndole, le rechazan. Por eso, esta petición nos impulsa y nos obliga a orar por todos, incluso por nuestros enemigos. Por tanto, pedimos que su Nombre sea santificado en todos los hombres, amigos y enemigos, los de cerca y los de lejos, los de arriba y los de abajo, los simpáticos y los antipáticos…, pues todos ellos son hijos de Dios y la llamada a la santidad es para todos.
            -  “Venga tu reino”. Cuando pedimos que venga el Reino de Dios a nosotros, estamos pidiendo en definitiva que el mismo Jesús venga. Así, lo suplicamos en la Santa Misa, tras las palabras de la Consagración Eucarística: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, VEN SEÑOR JESÚS”. Cuando tenemos con nosotros al Rey, entonces tenemos el Reino y todas sus cualidades y valores.
Pedir que venga su reino, significa que haya entre nosotros justicia, verdad, libertad, paz, etc. Pero estas cosas nos las entrega Dios si nosotros a la vez luchamos por ellas, si nos esforzamos por ellas. ¿De qué me sirve que yo pida a Dios que me hagan justi­cia en la fábrica, en mi trabajo, si yo después no soy justo con mis amigos y con mi familia? Hace años había un hombre en Gijón que uno criticaba a todos por hacer las cosas mal (políticos, compañeros de trabajo, vecinos, familiares…). Esto era por la mañana y por la tarde estaba borracho como una cuba haciendo sufrir a la mujer y a los hijos.
- “Danos cada día nuestro pan del mañana”. Hemos de pedir el pan de cada día, el pan del alimento del cuerpo (¡qué angustia no tener para comer y para dar de comer a los míos!, y hay mujeres que se están prostituyendo para dar de comer a sus hijos) y el pan del alimento del espíritu. Esta petición y la responsabilidad que implica sirven, además, para otra clase de hambre de la que desfallecen los hombres: “No sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Dios”(Dt. 8, 3; Mt. 4, 4), es decir, de su Palabra y de su Espíritu. Los cristianos debemos movilizar todos nuestros esfuerzos para anunciar el Evangelio a los que tienen hambre de Dios. Hay hambre sobre la tierra, “mas no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la Palabra de Dios” (Am. 8, 11). Por eso, el sentido específicamente cristiano de esta petición se refiere al Pan de Vida: la Palabra de Dios que se tiene que acoger en la fe, el Cuerpo de Cristo recibido en la Eucaristía (cf. Jn. 6, 26-58).
Y a propósito de esto, hace tiempo me encontré con este texto: ¿POR QUÉ IR A MISA? Una persona que siempre iba a misa, escribió una carta al director de un periódico quejándose de que no tenia ningún sentido ir a misa todos los domingos. ‘He ido a la Iglesia por 30 años, escribía, en ese tiempo he escuchado algo así como unos 3000 sermones. Pero juro por mi vida, que no puedo recordar uno solo de ellos. Por eso pienso que estoy perdiendo mi tiempo y los sacerdotes están perdiendo su tiempo dando sermones’. Para al deleite del director, esto empezó una verdadera controversia en la columna de ‘Cartas al Director’. Esto continuó durante semanas hasta que alguien escribió esta nota: ‘He estado casado por 30 años. Durante ese tiempo mi esposa me ha cocinado unas 32000 comidas. Pero juro por mi vida, que no puedo recordar el menú entero de todas esas comidas. Pero sé una cosa: Esas comidas me nutrieron y me dieron la fuerza necesaria para hacer mi trabajo. Si mi esposa no me hubiera dado todas esas comidas, estaría físicamente muerto hoy. Igualmente, si no hubiera ido a la iglesia para nutrirme, ¡estaría espiritualmente muerto hoy!  Cuando tú no estás en nada.... ¡Dios si está en algo!  ¡La fe ve lo invisible, cree lo increíble y recibe lo imposible! Da gracias a Dios por nuestra nutrición física y simplemente di: Jesús, ¿podrías atender la puerta, por favor? Creo en Dios como un ciego cree en el sol, no porque lo ve, sino porque lo siente’”.
            Lo siento, se me acabó el tiempo y el espacio de esta homilía. Para otro domingo explicaré las dos peticiones que faltan del ‘Padre nuestro’:
            - “Perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo”.
            - “No nos dejes caer en la tentación”.