Domingo VI de Pascua (C)

9-5-2010 DOMINGO VI DE PASCUA (C)

Hch. 15, 1-2.22-29; Slm. 66; Ap. 21, 10-14.22-23; Jn. 14, 23-29


Homilía de audio en MP3
Queridos hermanos:
En estos días que pasé en Lourdes de peregrinación tuve ocasión de hablar con unos y con otros en diversos momentos. Cinco días dan para mucho. Una persona me decía que estaba pasando por unos momentos de mucho sufrimiento, de mucha soledad; me decía que en la peregrinación había experimentado la acogida y el cariño de los voluntarios y de los peregrinos; me decía que sabía que allí, entre aquella buena gente, tendría que haber problemas, como en todo grupo humano, que eso era inevitable, pero se sentía muy bien entre aquella gente. Y quiero detenerme hoy en esta última afirmación: en todo grupo humano existen tensiones, de una u otra manera, antes o después. ¿No habéis siempre escuchado que la convivencia con otros es lo más difícil? Por “grupo humano” entiendo una pareja de novios, un matrimonio, una familia, un centro de trabajo, una pandilla de amigos, una asociación deportiva o cultural, un partido político, una parroquia, una peregrinación a Lourdes, la Iglesia…
Y ahora voy a centrarme en los grupos humanos de fe. En un primer momento me escandalizó y me costaba entender que hubiera disensiones y discusiones en las parroquias, en un convento de monjas o frailes, entre los curas, o en la Iglesia. Sin embargo, con el paso del tiempo y adquiriendo más experiencia de la vida, de Dios, de los hombres…, he ido viendo que todos estos enfrentamientos son propios del ser humano, esté donde esté, o sea lo que sea. Así, me he fijado en el evangelio cómo Jesús discutía con los fariseos y con los sumos sacerdotes de los judíos; me he fijado cómo los apóstoles discutían entre sí por tener el mejor puesto al lado de Jesús, cuando éste fuese rey; me he fijado cómo los paisanos de Jesús en Nazaret discutieron con él y quisieron matarlo; me he fijado cómo Judas reñía a María Magdalena por haber desperdiciado un frasco de perfume carísimo, y cómo Jesús llamó la atención a Judas por esto. Y tantos otros ejemplos que podemos sacar del evangelio en este sentido.
También me he fijado, leyendo los Hechos de los Apóstoles y las cartas de San Pablo, cómo también había problemas y discusiones entre los primeros cristianos: San Pablo y San Bernabé riñeron por causa de San Marcos, sobrino de éste; San Pablo riñó a San Pedro por el modo de comportarse con los recién convertidos; San Pablo riñó en varias ocasiones con otros cristianos por la distinta manera de entender el evangelio de Jesús. Otro de los ejemplos de estas riñas entre cristianos es el que se nos relata hoy en la primera lectura. Y aquella bronca dio lugar a que se celebrase el primer concilio de la Iglesia: el concilio de Jerusalén. Veamos lo que nos dice la lectura: “En aquellos días, unos que bajaron de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme a la tradición de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo, Bernabé y algunos más subieran a Jerusalén a consultar a los apóstoles y presbíteros sobre la controversia”. Incluso en las palabras finales del concilio se alude al enfrentamiento: “Nos hemos enterado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os han alarmado e inquietado con sus palabras”.
Bien, ya tenemos claro que siempre hay problemas entre los hombres, en sus relaciones humanas, incluso dentro de la Iglesia y con la cosas de Dios. ¿Qué tenemos que hacer cuando sucedan estos hechos? Pues unos dirán: encerrarnos en nosotros mismos y tener relaciones interpersonales sólo superficiales para evitar la ocasión de discutir. Bien. Esta es una postura, pero no creo que sea lo que Jesús quiere que hagamos. Entonces, ¿qué hacemos? En las lecturas de hoy se nos dan varias claves y modos de actuación. Yo os las voy a ir exponiendo, según la Palabra de Dios lo ha ido suscitando en mi espíritu:
1) Entiendo que para que no haya discusiones no es conveniente ni se puede exigir que traguemos por todo, que pasemos por todo. Vemos el ejemplo de San Pablo y de San Bernabé que no “tragaron” por lo que decían aquellos cristianos que venían de Jerusalén y que exigían a los nuevos cristianos varones que se circuncidaran, como exigía la Ley de Moisés. Pablo y Bernabé se preguntaron: ¿Qué nos salva: la circuncisión o la fe en Jesús? Y se contestaron que la fe en Jesús. Por eso, no “tragaron” lo que decían aquellos, pues sabían que había mucho en juego. Si la “paz” entre los hombres o en un grupo humano de los arriba aludidos[1] tiene que significar el perder o el pasar por alto cosas importantes, entonces Dios no quiere que tengamos esa paz, pues es la paz del sometimiento, del miedo. Ahí tenemos el famoso caso de Tomás Moro, que fue canciller o primer ministro del rey Enrique VIII de Inglaterra y no se sometió a sus órdenes de rechazar la fe de la Iglesia católica, cuando el rey creó la iglesia anglicana. Fue encarcelado, se le quitaron honores, posesiones y, finalmente, fue decapitado por su negativa. Sus últimas palabras fueron éstas: “Muero siendo el buen siervo del Rey, pero primero de Dios”.
2) San Pablo y San Bernabé no se encierran en sí mismos ni en sus razones. Buscan el diálogo con los que provocaron la confusión. Como no fue posible llegar a un entendimiento con ellos, entonces decidieron ir a Jerusalén ante el grupo de apóstoles que dirigían la Iglesia para que ellos pusieran luz en la cuestión debatida. Como veis, se trata de buscar un diálogo, pero que sea constructivo y se busca quién puede dar luz a aquello de lo que se habla.
3) En la Iglesia se debe invocar siempre al Señor..., cuando las cosas van bien y cuando las cosas van mal. No se trata de tener razón, no se trata de vencer unos a otros. Se trata de seguir la voluntad de Dios y la verdad de Dios. Por eso, se invoca al Espíritu para hacer caso al Espíritu. Así, las primeras palabras de lo acordado en el concilio dicen así: “Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros,…”
4) También me voy a fijar ahora en otras palabras del concilio y que para mí son muy importantes. Escuchad: “Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables”. Como veis los apóstoles deciden, en unión con el Espíritu de Dios, ir a lo fundamental. Jesús no nos llenó de cargas innecesarias, tampoco nosotros debemos hacerlo. A este respecto recuerdo una anécdota que le sucedió a Gandhi. El siempre comía en una escudilla muy pobre, de latón. Cuando le invitaban los ricos o poderosos a comer en sus casas o palacios, él siempre llevaba su escudilla y su cuchara para comer algo de lo que le dieran en su pobre plato. Esto lo sabía todo el mundo. Ahora viene la anécdota. Resultó que un día los ingleses le dieron la razón a Gandhi y le otorgaron la independencia de la India, creo que fue hacia 1948. Entonces el gobernador de la India le invitó a comer en su palacio y en esa ocasión Gandhi consintió en comer en la vajilla de oro. Esto fue sabido y mucha gente se lo echó en cara, a lo que él replicó: “Se consiguió la independencia de la India, ¿qué más da comer una vez en un plato de oro?” Es decir, se consiguió lo importante, ¿qué más da ceder en lo accesorio o accidental? Pues esto mismo nos dice Cristo: vayamos a lo que importa y no nos detengamos en lo que no es importante. (Caso mío en Taramundi y mi lucha porque los niños hicieran la 1ª Comunión con trajes sencillos). En definitiva, no elevemos lo accidental a la categoría de fundamental. Desenfocaremos todo y crearemos conflictos innecesarios.

5) Para terminar os digo lo del evangelio. Hemos de buscar la paz de Jesús con todos para que esté presente entre nosotros. “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde”.
[1] Parejas de novios, matrimonios, familias, centros de trabajo, pandillas de amigos, asociaciones deportivas o culturales, partidos políticos, parroquias, la Iglesia.

Domingo V de Pascua (C)

2-5-2010 DOMINGO V DE PASCUA (C)

Hch. 14, 21b-26; Slm. 144; Ap. 21, 1-5a; Jn. 13, 31-33a.34-35



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

En el evangelio de este domingo dice Jesús: “Os doy un mandato nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros”. Como vemos, el evangelio de este domingo nos presenta un modo de actuar común y específico para todos los discípulos de Jesús que queremos seguirle y ser fieles enlo que Él nos indica. Pues bien, en este domingo yo quiero ser testigo y contaros algunas de las cosas que he visto y he oído en estos días que he estado en una peregrinación diocesana (la de Oviedo-España) en el Santuario de Lourdes (Francia). Estuvimos desde el sábado 24 hasta el miércoles 28 de abril y éste es mi testimonio de cómo en estos días la gente a la que acompañaba trató de vivir el mandato de Jesús: amarse unos a otros cómo Él hizo:

- He visto cómo unas 220 personas salíamos de Asturias. Entre nosotros había enfermos e impedidos, ancianos, voluntarios, peregrinos…

- He visto un día y me ha quedado grabada la imagen de una voluntaria que tenía a dos ancianas discapacitadas psíquicas cogidas del brazo, una por cada lado, y cómo las atendía con todo el cariño. Una tenía mocos en la cara y no he visto ningún gesto de asco en el rostro de la voluntaria (después le quitaría los mocos…).

- He visto a voluntarios ir a las piscinas de Lourdes. Parece que es duro por lo que allí se ve: cuerpos deformes de ancianos, de jóvenes y de niños. A aquellos que se ofrecen voluntarios les dan unas pequeñas instrucciones de cómo hacerlo mejor; hacen un poco de oración antes de comenzar y, mientras se están introduciendo los cuerpos en el agua, se reza y se canta a la Virgen. He visto a algunos de estos voluntarios que, cuando salían después de haber ayudado a sumergir en el agua a los enfermos y fieles, salían con lágrimas en los ojos y descargaban sus lágrimas sobre los hombros de otros voluntarios que les recibían con los brazos abiertos. Lloraban por la dureza de lo que vieron; lloraban por la fe y entrega que vieron en los que iban a ser sumergidos; lloraban porque se sentía tocados por algo muy especial en lo más profundo de su espíritu; lloraban sin tener una explicación razonable de por qué lloraban…

- Me han contado que uno de los jóvenes voluntarios que fue a Lourdes no estaba demasiado convencido de todo lo relativo al hecho religioso: no quería saber nada o poco de rollos de curas, de “vírgenes”, de la Iglesia. Allí sólo iba a echar una mano con los enfermos. Lo demás no le interesaba demasiado. He visto a este joven llorar como un chiquillo cuando salía de las piscinas después de haber llevado allí a enfermos e impedidos y de haberlos sumergido en el agua.

- Me han hablado de los rostros radiantes, esperanzados, confiados y entregados de los enfermos e impedidos cuando, al final de la procesión eucarística, el sacerdote pasaba por entre ellos para darles la bendición con el Santísimo. Aquellos rostros impresionaron al que acompañaba al sacerdote.

- Me han hablado de un joven por el que su madre rezaba mucho. La madre era voluntaria de la peregrinación a Lourdes. Un día el joven le dijo a la madre que quería ir. La madre se lo preparó. En el autobús lo “marearon” con tanto rezo. Durante los primeros días dijo que no aguantaba más y que se marchaba. Incluso fue a mirar los horarios del tren, pero se quedó hasta el final. La noche más preciosa de su vida la pasó delante de la cueva de la Virgen. Hoy está enganchado a Lourdes, a los enfermos y sus pocos días de vacaciones los usa para ir hasta allá.

- He visto a peregrinos que fueron a Lourdes hundidos en su dolor, encerrados en autocompasión y allí fueron acogidos con los brazos abiertos por las demás personas de la peregrinación. Era algo natural. Estos peregrinos sufrientes dejaron de mirarse un poco al ombligo y empezaron a dar y a darse a los demás, y experimentaron el milagro de que su dolor era menos dolor al ser amado y, sobre todo, al amar a los otros.

- He visto a voluntarias y voluntarios sacar tiempo de sus vacaciones para ir a Lourdes y para atender a los enfermos e impedidos y, estando ellos ya en Lourdes, he sabido que “robaban” tiempo de su descanso nocturno, de su ocio diario y cogían algunos minutos y se escapaban a la cueva o a una capilla a rezar a la Virgen.

- He visto allí cómo se hacía realidad la segunda lectura que hemos escuchado hoy: “Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva... Vi la ciudad santa... que descendía del cielo, enviada por Dios... Y escuché una voz potente que decía desde el trono: -Ésta es la morada de Dios con los hombres... Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor”. Es decir, vi cómo el amor de Dios y de la Virgen María, el amor entre los hombres por mediación del Espíritu Santo hace posible que Dios esté entre nosotros. Allí en Lourdes era palpable. También escuché a un voluntario que me comentó que él no era creyente, pero que lucha con todas sus fuerzas por propagar el modo de vida cristiano, pues es lo mejor que tiene el mundo para vivir y para relacionarse.

Algunos de vosotros podréis preguntarme si vi algún milagro en Lourdes. Os diré que sólo vi los que os he contado más arriba. Os diré que en estos días he visto el mandato del amor de Jesús a sus discípulos hecho realidad en la peregrinación diocesana de Lourdes.

Termino con una frase de la adolescente a la que se le apareció la Virgen: en cierta ocasión Bernardette tuvo que explicar lo que sucedía con las apariciones de la Virgen a las autoridades del lugar y a otras personas. Había gente que no la creía, entonces ella contestó: “A mí me encargaron decíroslo, no hacéroslo creer”. Pues bien, creáis o no creáis todo esto, os digo lo mismo que Bernardette: “A mí me encargaron decíroslo, no hacéroslo creer”. Esto último le corresponde a Dios. Sólo Dios es quien abre nuestros espíritus para creer y para amar al modo de Jesús.

Domingo IV de Pascua (C)

25-4-2010 DOMINGO IV DE PASCUA (C)

Hch. 13, 14.43-52; Slm. 99; Ap. 7, 9.14b-17; Jn. 10, 27-30

Queridos hermanos:

Si Dios quiere, mañana marcho para Lourdes (Francia) a una peregrinación con la Hospitalidad diocesana de Oviedo. Vamos unas 220 personas. Estaré allí hasta el miércoles 28. Por eso, no "colgaré" este domingo la homilía del Domingo IV de Pascua (C). Lo siento.

Os encomendaré ante la Virgen María.

Un abrazo

Andrés

Domingo III de Pascua (C)

18-4-2010 DOMINGO III DE PASCUA (C)

Hch. 5, 27b-32; Slm. 29; Ap. 5, 11-14; Jn. 21, 1-19



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

- Hace ya un año fallecía de modo repentino mi prima. Era bastante joven. Dejó un marido, unos hijos pequeños, una madre, unos hermanos, unas cuñadas, unos sobrinos, una familia política… Ha sido un año duro para toda la familia: duro por el sufrimiento que ha sido compartido, pero duro también por el sufrimiento llevado en soledad… para no ahondar más el sufrimiento de los demás. Mas la vida sigue adelante. Saldremos adelante, a pesar de tanto dolor y de tanto notar su ausencia. Por dentro, en nuestro ser más íntimo nos sucederá lo de aquel cuento del hombre viejo y de su corazón destrozado. Quizás ya lo conozcáis algunos. Escuchad: “Un día un hombre joven se puso en el centro de una ciudad y gritó que su corazón era el más hermoso de aquel lugar. Muchos se arremolinaron a su alrededor y confirmaron que su corazón era perfecto, pues no se observaban en él ni manchas ni rasguños. De pronto, un anciano se acercó y dijo: ‘¿Por qué dices eso, si tu corazón no es tan hermoso como el mío?’ Sorprendidos, la multitud y el joven miraron el corazón del anciano y vieron que, si bien latía vigorosamente, estaba cubierto de cicatrices, e incluso había zonas donde faltaban algunos pedazos, los cuales habían sido reemplazados por otros que no encajaban perfectamente en el lugar. Es más, había lugares con huecos, donde faltaban trozos. La gente se sintió sobrecogida y pensó que cómo podía decir aquel anciano que su corazón era el más hermoso. El joven, al ver el corazón deteriorado del anciano, se echó a reír y dijo: ‘Debes de estar bromeando. Compara tu corazón con el mío. El mío es perfecto. El cambio, el tuyo es un amasijo de cicatrices y dolor’. A lo que el anciano contestó: ‘Es cierto, tu corazón luce perfecto, pero yo no podría confiar en ti. Mira, cada cicatriz representa una persona a la que entregué todo mi amor. Arranqué trozos de mi corazón para entregárselos a cada uno de aquellos que he amado. Muchos, a su vez, me han obsequiado con un trozo del suyo, que he colocado en el lugar que quedó abierto. Como las piezas no eran iguales, quedaron los bordes desiguales, de los cuales me alegro, porque me recuerdan el amor que hemos compartido. Hubo veces en que entregué un trozo de mi corazón a alguien, pero esa persona no me ofreció un poco del suyo a cambio. De ahí los huecos. Dar amor es arriesgar; pero, a pesar del dolor que esas heridas me producen al haber quedado abiertas, me recuerdan que los sigo amando y alimentan la esperanza de que algún día, tal vez, regresen y llenen el vacío que han dejado en mi corazón. ¿Comprendes ahora lo que es verdaderamente hermoso?’ El joven permaneció en silencio. Por sus mejillas corrían las lágrimas. Se acercó al anciano, arrancó un trozo de su joven corazón y se lo ofreció. El anciano lo recibió y lo colocó en su corazón; luego, a su vez, arrancó un trozo del suyo ya viejo y maltrecho y tapó con él la herida abierta del joven. La pieza se amoldó, pero no a la perfección. Se notaban los bordes. El joven miró ahora su corazón, que ya no era tan perfecto, estéticamente hablando, pero lucía mucho más hermoso que antes, porque el amor del anciano fluía en su interior”.

Los corazones de los dos hijos de mi prima están más grandes, pues tienen trozos de los corazones de su padre, de sus abuelos, de sus tíos, de sus primos, que han querido arropar el corazón de estos dos críos. Pero también tienen parte del corazón de su madre, que, por amor, les sigue acompañando, aunque no sea de modo físico y material

Y ahora mirando para nosotros mismos, ¿a quién nos parecemos más nosotros en nuestra vida ordinaria: al joven o al anciano? ¿Cómo tenemos nuestro corazón: bien conservado de amar poco, de entregarnos poco a los demás, de compartir poco con los demás, o tenemos el corazón más parecido al anciano con su corazón herido, cuarteado, troceado por haber amado y sufrido por y con los demás?

- Para nosotros, los cristianos, ese “anciano” del que nos habla el cuento es sobre todo Jesús. El ha ido dejando trozo a trozo su corazón y todo su ser por todo el mundo y durante todos los siglos de la historia de la humanidad. En su corazón faltan muchos trozos, pues nos ha dado partes de su corazón, pero no ha recibido a cambio trozos del nuestro. Por eso, su corazón parece un queso de Emmentaler (o Gruyère). Fijaros, por ejemplo, en el caso que nos pone el evangelio de hoy. San Pedro había negado a Jesús hasta en tres ocasiones, cuando éste estaba en poder de los judíos. Ahora Jesús le da la oportunidad de borrar esas tres negaciones. Por eso, le pregunta en tres ocasiones si lo quiere, si lo ama, y Pedro contesta por tres veces que sí, que lo quiere. Nadie pierde más trozos de su corazón que cuando se acerca al enemigo, al que le ha hecho algo malo, y busca la reconciliación con él. Nadie pierde más trozos de su corazón que cuando perdona.

Otro ejemplo de ese corazón roto de Jesús, también en el evangelio de hoy, lo tenemos en el siguiente hecho, que a mí me enternece tanto. Mirad cómo Jesús se acerca una y otra vez a sus discípulos, que habían quedado como huérfanos, para consolarlos y confortarlos. “En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a sus discípulos junto al lago de Tiberíades”. Saboread estos detalles. Cerrad los ojos e imaginaros la escena que nos cuenta el evangelio: Jesús se hace el encontradizo; Jesús les facilita una pesca abundante indicándoles dónde tienen que echar las redes; Jesús les prepara el fuego, como si fuera un ama de casa, una madre, para que, al llegar a tierra los discípulos pescadores, él pueda cocinarles un poco de pescado y puedan desayunar; pero Jesús no se conforma con preparar el desayuno, sino que también les reparte la comida: “Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado”. De amar tanto a los suyos, de preocuparse tanto por los suyos, de sufrir tanto por los suyos, Jesús tendrá el corazón como era descrito en el cuento de hoy. ¿Cómo está el mío?

Domingo II de Pascua (C)

11-4-2010 DOMINGO II DE PASCUA (C)

Hch. 5, 12-16; Slm. 117; Ap. 1, 9-11a.12-13.17-19; Jn. 20, 19-31



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

Como ya sabéis el segundo domingo de Pascua está dedicado a la Misericordia Divina; por eso, a este día se le conoce como el Domingo de la Misericordia.

Después de leer las lecturas que la Iglesia nos propone hoy para nuestra reflexión y oración, vemos que la resurrección de Jesús trae consigo una serie de consecuencias. Fijémonos en algunas de ellas:

- La resurrección de Jesús trae consigo la paz. Este es el saludo con el que Cristo Jesús se presenta a sus discípulos: “Paz a vosotros […] Jesús repitió: Paz a vosotros”. El domingo de Pascua, después de celebrar la Misa de 11, entré en la sacristía de la catedral, pues debía salir inmediatamente para la parroquia de San Emeterio de Bimenes (cerca de Nava) a celebrar allí la fiesta de Pascua. En la sacristía me encontré con D. Jesús, nuestro arzobispo, y, al saludarle, le comenté que marchaba para este pueblo y me dijo: ‘Dales la paz’. Y es que D. Jesús fue franciscano y San Francisco de Asís saludaba a la gente, no con: ‘buenos días o buenas tardes’, sino diciendo: “paz y bien’. Por eso, todos los franciscanos saludan también de esta manera.

En efecto, el hombre que experimenta a Cristo vivo siente cómo la paz se va apoderando de todo su ser. Tiene paz consigo mismo, pues se acepta tal y como es, con sus virtudes y con sus defectos, con su historia particular, con sus éxitos y con sus fracasos, con su pasado, con su presente y también abierto al futuro que Dios le depare. Igualmente este hombre tiene paz con los demás. Quizás los demás no tengan paz con él o le tengan odio o resentimiento, pero la persona llena de Cristo resucitado sí que tiene la paz para con los demás. Finalmente, el hombre que experimenta a Cristo vivo tiene la paz con Dios, porque Dios mismo es el origen de toda paz. Este día me comentaba una persona que, cada vez que se confiesa, por ejemplo, siente como que se le quita un gran peso de encima y que rejuvenece unos 10 años. La paz de Dios nos hace sentirnos más ligeros, alegres y confiados.

- Otro fruto de la resurrección de Cristo es el perdón. Dice el evangelio de hoy, refiriéndose Jesús a los discípulos: “a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”. El perdón debe formar parte de toda convivencia humana y, por tanto, de toda persona humana. En la parroquia de La Corte (Oviedo) el párroco me llama siempre para dar una charla a los novios que van a casarse. El primer día el párroco divide una pizarra en dos partes. En una apunta todo aquello que debe tener un matrimonio y en la otra parte todo lo que no debe existir en el mismo. Para rellenar las dos partes se pregunta a los novios. En la primera escriben: amor, comprensión, diálogo, respeto, cariño…, pero nunca ponen el perdón. Antes de comenzar mi charla y al ver todo lo que está escrito en la pizarra, siempre cojo una tiza y escribo: ‘perdón’, pues nunca lo escriben, y les digo a los novios que, en toda relación humana hay errores y heridas, y el perdón es la mejor manera de superar todo eso. Perdón que se da, perdón que se recibe. Pues bien, en toda relación humana (en la sociedad o dentro de la Iglesia) y en toda relación con Dios se cometen errores, pecados… y Dios nos perdona. Para eso murió Cristo en la cruz: por nuestros pecados, para el perdón de los mismos. Y la Iglesia tiene que ser instrumento y mediadora del perdón de Dios para los hombres. Por ello, Jesús ha dejado a su Iglesia este poder: el de perdonar. Pero también Jesús dejó a la Iglesia el poder de no perdonar, o sea, de retener los pecados. Este es un tema escabroso, pero hoy me voy a detener un poco en él.

Existen varios casos en el Nuevo Testamento en los que los pecados de los hombres han sido retenidos. Voy a fijarme en tres de ellos: 1) Dice Jesús en el evangelio: “Quien hable mal del Hijo del hombre, podrá ser perdonado, pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no será perdonado” (Lc. 12, 10). No voy ahora a profundizar en qué consiste el pecado contra el Espíritu Santo; simplemente quiero subrayar el hecho de que Jesús retiene el perdón por un determinado pecado. 2) En otro momento dice también Jesús: “Si tu hermano te ofende, ve y repréndelo a solas. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma contigo uno o dos, para que cualquier asunto se resuelva en presencia de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad; y si tampoco hace caso a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano” (Mt. 18, 15-17). Aquí se ve cómo el empecinamiento de un hombre en su pecado y el no querer arrepentirse, ni siquiera a instancias de otros hermanos de comunidad, hace que se le retenga también el perdón. 3) Finalmente, reseño aquí un texto de San Pablo, en el que éste presenta un hecho que sucede entre los cristianos de Corinto: “Es cosa pública entre vosotros un caso de lujuria de tal gravedad, que ni siquiera entre los no cristianos suele darse, pues uno de vosotros vive con su madrastra como si fuera su mujer. Y vosotros seguís tan orgullosos, cuando deberíais vestir de luto y excluir de entre vosotros al que ha cometido tal acción. Pues yo, por mi parte, aunque estoy corporalmente ausente, me siento presente en espíritu, y, como tal, he juzgado ya al que así se comporta. Reunido en espíritu con vosotros, en nombre y con el poder de nuestro Señor Jesucristo, he decidido entregar ese individuo a Satanás, para ver si, destruida su condición pecadora, él se salva el día en que el Señor se manifieste” (1 Co. 5, 1-5). Como se ve en esta explicación del apóstol, retener el perdón no es un castigo, sino que es 1) una forma de hacer presente y mostrar al pecador su situación real de cara a Dios y de cara a los demás; 2) igualmente al quedar ese pecador aislado de Dios y de la ayuda de la comunidad, y verse “en poder de Satanás”, San Pablo espera que recapacite y pueda arrepentirse, convertirse, pedir perdón, ser salvado mediante la concesión del perdón divino y ser reintegrado en la comunidad. En efecto, Dios no quiere la muerte de nadie, sino que quiere que el hombre se convierta y se salve.

Estos dos frutos los cierro con la formula que el sacerdote pronuncia al absolver al fiel que se acerca a confesar sus pecados. Fijaros que belleza:

“Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, EL PERDON Y LA PAZ.

Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. AMEN”

- Fruto de la resurrección es la fe. Se nos presenta hoy en el evangelio el famoso caso de Santo Tomás: él sólo creería que Jesús estaba vivo si metía su mano en su costado abierto y sus dedos en el agujero hecho por los clavos en las manos de Jesús. Cuando éste le acercó su costado y sus manos para que hiciera lo que había dicho, Tomás responde con la fe: “¡Señor mío y Dios mío!” Y Jesús le responde: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”.

- Hay más frutos de la resurrección de Jesucristo: por ejemplo, la Iglesia y la venida del Espíritu Santo, pero de ello ya hablaré en otra ocasión.