Domingo III de Cuaresma (A)

24-2-08 DOMINGO III CUARESMA (A)

Ex. 17, 3-7; Slm. 94; Rm. 5, 1-2. 5-8; Jn. 4, 5-42



Queridos hermanos:
En este tercer domingo la Iglesia nos propone el evangelio de la samaritana. Algunos de vosotros leéis las lecturas antes de venir a la Misa para que no os sean de todo desconocidas cuando llegáis aquí. Incluso algunos de vosotros hacéis la oración del día sobre el evangelio de la Misa. Cuando uno lee las lecturas de la Misa, ha de tratar de extraer algunas conclusiones para su vida personal, para su vida de fe. Hoy voy a tratar de ayudaros un poco en este sentido. En el evangelio de hoy hay dos personajes fundamentales: Cristo y la Samaritana.
a) La Samaritana. Vamos a fijarnos en la actitud de esta mujer ante Cristo, pues ella es un espejo de lo que nosotros hacemos muchas veces con Dios. La samaritana tiene una actitud de escape, de huida de Cristo. Ella no quiere enfrentarse con su problema personal y moral. Por eso, cada vez que el Señor intenta centrarla en su problema, esta mujer responde con evasivas, presentando a su vez problemas de todo tipo: políticos, litúrgicos, prácticos, etc.
1) Así, cuando Cristo le dice una cosa tan clara y tan directa como es la petición “dame de beber”, esta mujer no accede ni rechaza: no dice “sí” o “no”, sino que presenta a Jesús de pronto un problema político: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?” Por cuestiones históricas, los judíos despreciaban y no se trataban con los samaritanos ni viceversa. Esto es lo mismo que sucede hoy día: los de Oviedo no pueden ver a los de Gijón y viceversa, los de Lugones no pueden ver a los de Pola de Siero y viceversa, los chinos no puede ver a los japoneses y viceversa, los del PP no pueden ver a los del PSOE y viceversa. Mis primeras parroquias estaban situadas en el concejo de Taramundi. Tenía 4 parroquias, y los de la parroquia de Bres no podían ver a los de Taramundi y viceversa. Si unos iban a un funeral en la otra parroquia, no echaban nada al cesto de las limosnas para no beneficiarlos, y lo mismo hacían los otros. En definitiva, Jesús se salta los localismos tontos que tenemos al hablar de persona (Jesús) a persona (Samaritana), pero esta mujer se empeñaba en seguir levantando esa pared política. “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?”
2) Luego Jesús cambia de táctica y le ofrece a la Samaritana de beber de un agua que le hará no tener nunca más sed: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.” Tampoco esta vez la mujer acepta o niega, sino que ‘se escapa’ de nuevo y responde a Jesús con un problema práctico y, además, con ironía: “No tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo. ¿Eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?
3) Cuando Cristo, al fin, se presenta ante ella como el Mesías, la mujer, en vez de reaccionar ante este hecho, se escapa una vez más proponiendo una dificultad de tipo litúrgico: “Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros (los judíos) decís que es en Jerusalén donde se debe adorar”.
Todo son dificultades y preguntas. Todo son escapatorias y dilaciones. Todo es suscitar problemas que no tocan para nada el meollo del asunto, de su asunto personal.
¿Es ésta nuestra actitud con el Señor? ¿Intentamos también nosotros oscurecer con problemas teóricos el insoslayable problema de nuestra vida personal? ¿Estamos pretendiendo arreglar el mundo sin arreglarnos antes a nosotros mismos? Decimos que queremos y exigimos la verdad: En las estructuras, en las instituciones, en los demás…, pero nos negamos a enfrentarnos honradamente con nuestra verdad, con nuestro problema. Y muchas veces estamos huyendo, volcados hacia fuera, para no vernos obligados a entrar en el fondo de nuestra actitud de escape. La respuesta de Cristo es fulminante. Jesús entra directamente en el problema personal de la Samaritana: “Llama a tu marido”. Y cuando, al fin, la mujer confiesa su situación, le responde Jesús: “Ahora estás diciendo la verdad” (Jn. 4, 18). Ahora dice la verdad; no antes, cuando pretendía escaparse con sus preguntas dilatorias y con sus problemas teóricos. Ahora la Samaritana está ya tocando su verdad. Su auténtico problema personal. Por eso, esta mujer, cuando vaya al pueblo e invite a sus vecinos para que se encuentren con Cristo, no les dice: “Venid a ver a este hombre que me ha resuelto el problema de dónde se debe adorar a Dios”, o ”el problema de la relación entre judíos y samaritanos”. Les dice sencillamente: “Venid a ver a este hombre que me ha dicho lo que yo he hecho”.
Vamos a pedirle a Cristo que nos trate igual que a la Samaritana: Que entre directamente en nuestra vida, en nuestro problema, y que nos haga entrar a nosotros, y enfrentarnos valientemente con nuestra verdad.
b) Cristo. La verdad es que leyendo este evangelio (y otros) uno no puede por menos de enamorarse de Jesús.
1) Vemos cómo El, con sencillez, dice a la Samaritana:
“Dame de beber.” Jesús tiene una necesidad física y pide ayuda a otra persona sin mirar si es un hombre o una mujer, si es una judía o una samaritana, si es una pecadora “arrejuntada” con un hombre o si es una mujer casada con todas las de la ley.
2) Enseguida Jesús se olvida de su propia sed física y ve en el interior de la Samaritana la necesidad y la sed interior que ésta tenía. Por eso le dice: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.” Y añade Jesús: “El que bebe de esta agua (física) vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.”
En el mundo hay otras aguas que nos apagan la sed momentáneamente, que nos pare­cen muy apetecibles, pero siempre con ellas la sed vuelve más abrasadora. Sin embargo, el agua que nos da Jesús es un agua que calma nuestras ansias más profundas, es un agua que nos descu­bre otro mundo. Jesús es la auténtica agua, que nos hace más humanos, más humildes, más sencillos, más comprensivos. Sin Jesús nuestra vida no tiene sentido alguno. Pero esta agua no es algo que pueda quedarse dentro de nosotros sin salir al exterior. Jesús nunca es algo inti­mista. Mirad a la Samaritana cómo en seguida ha de anunciar a los de su pueblo aquello que ha vislumbrado. Lo dice de una manera muy tosca, pero dice que hay algo maravilloso: "La mujer dejó el cántaro, se fue al pueblo y dijo a la gente: Venid a ver a un hombre que ha adivinado todo lo que he hecho; ¿será tal vez el Mesías" (Jn. 4, 29).
Termino con unas palabras de una persona que, como la Samaritana, se encontró con Jesús. Jesús le ofreció AGUA VIVA y esta persona bebió, y entonces escribió: He encontrado el Amor de mi alma. ¡Cuarenta y tres años buscando el amor de mi alma! He cogido trenes, he viajado en avión, largos recorridos a pie y muchas distancias en autobús por todo el mundo buscando el Amor de mi alma. He visitado catedrales, y pequeños templos, me he perdido en la ciudad, y me he pateado muchos pueblos, buscando el Amor de mi alma. He preguntado a muchos sacerdotes, psicólogos, médicos, maestros, niños y mayores, religiosos… por el Amor de mi alma, pero ninguno me supo dar respuesta de ello. He abrazado muchos amores, pero no el Amor de mi alma. Aquellos siempre me han dejado el vacío y la angustia de no encontrar en ellos el Amor de mi alma. He pasado noches largas, días de fatiga, tardes tormentosas, temperaturas casi de desierto anhelando el Amor de mi alma. Guerra contra el mal, golpes de contrarios, infidelidades por equivocaciones y engaños buscando el Amor de mi alma. Preguntándome cada día: ¿Pero dónde está el Amor de mi alma? Angustia, soledad, ario y calor, cansancio, hambre, dolores físicos, psicológicos y morales, a ver si sentía el Amor de mi alma. Ni en el verde del campo, ni en la aridez del desierto, ni en la fuente tranquila ni en el mar revoltoso estaba el Amor de mi alma. He recibido el trato de tonta, idiota, retrograda, pasada de moda, infantil, rezandera… Todo esto y mucho más por esperar escuchar el Amor de mi alma. ¿Cómo lo encuentran los que lo hallan? ¡He encontrado el Amor de mi alma! Alguien que ya lo había encontrado y disfrutaba de Él, me dijo dónde lo debía de buscar. ‘–Búscalo dentro de ti, ahí encontrarás el Amor de tu alma. Lleva cuarenta y tres años contigo.’ Así fue, me despojé de todo lo que no me dejaba ver ni sentir el Amor de mi alma, y lo encontré; Él me ha acompañado todos los días de mi vida. ¡Esto hace el Amor de mi alma! ¡Qué bien me siento con el Amor de mi alma! No hay otro igual que Él. Cuando lo encontré me abracé a sus pies y mi corazón gemía de alegría, y mis ojos derramaban lágrimas de gozo; y el Amor de mi alma era tan grande que yo sólo alcanzaba a sus pies. Entendí por qué ardía mi corazón: Pues… ¡por el Amor de mi alma! Ahora mi corazón sigue ardiendo, porque está en mí y me abrasa el Amor de mi alma. Cuando no sabía que el Amor de mi alma estaba conmigo, él calentaba mi corazón sin yo darme cuenta, pero ahora no sólo lo calienta, sino que lo abrasa.

¡Así es el amor de mi alma!

Domingo II de Cuaresma (A)

17-2-08 DOMINGO II CUARESMA (A)

Gn. 12, 1-4a; Slm. 32; 2 Tm. 1, 8b-10; Mt. 17, 1-9


Queridos hermanos:

EXAMEN DE CONCIENCIA
No quisiera que este examen de conciencia fuera una especie de losa sobre nosotros. No. La miseria humana, en cristiano, va siempre acompañada de la misericordia de Dios. Sólo a través de los ojos y del corazón de Dios el hombre puede y debe mirar sus propios pecados. El nos los descubre, y al mismo tiempo nos los perdona. Pero yo no puedo cambiar y caminar hacia Dios si no veo dónde estoy de verdad, y esto me lo hace ver Dios con su luz admirable y con la paz maravillosa que nos concede su perdón.
¿He sentido envidia hacia alguien por las cosas que tenía, por su carácter más simpático o por su saber más grande que el mío, por su físico; de tal manera que me alegraba de sus fallos o cuando las cosas le iban mal, y me entristecía cuando las cosas le salían bien? El sentimiento de la envidia en muchas ocasiones no es buscado por nosotros, pero es algo que surge en nuestro interior y nos da mucha vergüenza. En determinados momentos la envidia que sentimos es fruto de la tentación a fin de quitarnos la paz.
¿He sentido celos ante otras personas porque ellas son más valoradas que yo, más tenidas en cuenta que yo, más apreciadas que yo? ¿He sentido celos porque a los demás se les reconoce enseguida lo “poco” que hacen, y a mí no se me reconoce todo lo que hago (al cuidar a unos padres, al hacer las tareas de casa, en el lugar de trabajo…?
¿He hecho juicios en mi interior acerca de otras personas, desca­lificando las actuaciones de los otros, como si todo o casi todo lo de ellos fuese malo? El juicio interior supone ponerse en una posición de superioridad y desde ahí considerar como negativo lo que los demás dicen, hacen o dejan de decir y/o de hacer.
¿He murmurado contra alguien, bien iniciando yo la conver­sa­ción o siguiendo lo comenzado por otros? ¿He sacado los defec­tos de los demás a la luz pública? La murmuración presupone un juicio previo. El juicio queda en mi interior, mientras que la murmuración sale al exterior por la lengua. Lo malo o negativo que veo en los demás, ¿soy capaz de decírselo al interesado o interesada? La mayoría de las veces no, entonces ¿por qué lo digo?: ¿Porque me interesa de verdad esa persona y que mejore; por pasar el rato; por despecho; por quedar por listo o gracioso ante quien estoy murmurando? Si no soy capaz de decir lo negativo al interesado, entonces es mejor que me calle o en todo caso que se lo diga a Dios rezando por esa persona. Lo peor de la murmuración no es lo que decimos, que en muchas ocasiones es cierto, sino el “tonillo” con el que decimos esas cosas, es decir, no hay caridad. Y la verdad que no va acompañada de la caridad-amor, no es la verdad de Cristo. Yo no he descubierto nunca a Dios diciéndome las cosas, ni a mí ni a nadie, restregándolas por las narices. Dios me muestra las cosas, mi verdad, mis defectos, pero lo hace con tanto amor, que veo lo que me dice, lo acepto y mi amor hacia El crece más. Aprendamos a hacerlo así y, si no lo hacemos así, es que estamos murmurando.
¿He difamado, es decir, he dicho cosas negativas de los demás que son falsas, bien porque exagere lo que digo o porque no me cercioro y aseguro de la veracidad de lo que escucho sobre los otros y “alegremente” lo suelto sin más? CUANTO DAÑO HACE LA LENGUA, NUESTRA LENGUA. Ya leemos en la epístola del apóstol Santiago que “la lengua ningún hombre es capaz de domarla: es dañina e inquieta, cargada de veneno mortal; con ella bendecimos al que es Señor y Padre; con ella maldecimos a los hombres creados a semejanza de Dios; de la misma boca salen bendiciones y maldiciones”. “Todos faltamos a menudo, y si hay alguno que no falte en el hablar, es un hombre perfecto, capaz de tener a raya a su persona entera”.
¿Soy una persona mal hablada con frecuentes tacos, con blasfemias, con palabras soeces o hirientes (“cada día te pareces más a tu madre…”, “cállate, gorda…”); buscando siempre el insulto, el dejar mal a los otros, el decir la palabra graciosa, aunque sea a costa de los demás?
¿He mentido a alguna persona, a mi familia, en el trabajo para no quedar mal, por aprovecharme de otros, por venganza, etc.? ¿He dicho medias verdades por las mismas motivaciones? Cuando Jesús fue condenado a muerte por los judíos del Sanedrín, para ello utilizaron sus propias palabras. Le preguntaron si El era el Hijo de Dios y Jesús contestó que sí, que lo era. Y esto le ocasionó su muerte. Podía haber dicho una mentira piadosa. Total esa mentira piadosa le hubiera permitido vivir más años, curar a muchos enfermos, hacer muchos milagros, enseñar mejor a los apóstoles, asentar mejor la Iglesia que quería fundar, anunciar mejor el mensaje de Dios Padre. Pero no, El dijo siempre la verdad, aún a costa de ser muerto, aún a costa del fracaso de su misión entre nosotros. Y su verdad le llevó a la cruz, y esta cruz, fracaso entonces, es salvación para todos nosotros.
¿He sido impaciente con los demás y conmigo mismo? El impaciente es aquél que no tiene paz en su corazón y por eso “salta” con frecuencia. Estoy impaciente cuando no soy capaz de esperar con sosiego y tranquilidad que llegue el ascensor al que he llamado, a que el semáforo se ponga en verde, a que te atiendan en el médico, o que atienden en el supermercado a la persona que está por delante de mí. Estoy impaciente cuando no me pongo en el lugar de los otros y quiero que ellos hagan las cosas como yo las hago y en el tiempo en que yo las hago. No aguanto los fallos de los demás, pero los míos propios… tampoco.
¿He tenido ira, rabia, enfados hacia alguna persona (familiar, amigo, en el trabajo, etc.), y he manifestado esta ira externamente con expresiones hirientes o soeces, con voces, o incluso también en mi interior?
¿Tengo rencor hacia alguna persona, de tal modo que no hablo con esa persona, ni la perdono de ningún modo y, cuando la veo o surge una conversación sobre ella, siempre se nota mi inquina contra ella? ¿Llevo mi “agenda” de los agravios que me han hecho los demás y las fechas en que me las han hecho y ante quien me las han hecho? ¿Hay alguien a quién no salude ni tenga intención de hacerlo? ¿Soy una persona vengativa; las cosas que me han hecho las tengo bien guardadas y presentes, y ante la más pequeña oportuni­dad se las "restriego" en la cara o suelto mi "veneno" ante otras personas?
¿He tenido pereza para levantarme, para acostarme, para hacer los estudios, el trabajo, mis oraciones, asistencia a la Misa, etc.? Perezoso es aquel que hace las cosas que le gustan, y las que no, las va dejando siempre de lado: el cesto de la plancha, los azulejos, tareas en el trabajo, escribir cartas, visitar a personas, enfermos. Con frecuencia la pereza va asociada al egoísmo, pues saco tiempo para las cosas que me gustan y me interesan, pero las otras cosas quedan las más de las veces sin hacer o a medio hacer.
¿He perdido el tiempo? Tenía diversas cosas que hacer y las he ido dejando de lado para hacer lo que me gusta: ver la Tv, hablar por teléfono, leer una novela, dar la lengua con alguien… y mientras tanto las cosas sin hacer.
¿He tenido gula, es decir, me dominan las apetencias y los gustos por encima de mi voluntad: domina el dulce sobre mi voluntad, domina el alcohol sobre mi voluntad, domina el café sobre mi voluntad, domina el tabaco sobre mi voluntad…? Seguramente que en muchas ocasiones pensamos como el gallego: “perdono o mal que me fai, por o ben que me sabe”. Tengo gula cuando como entre horas por el simple hecho de picar, o como nada más de lo que me gusta, o no como jamás lo que no me gusta, o protesto por la comida, o como o bebo con ansia, etc.?
¿He sido egoísta en el trato con los demás preocupándome tan solo de lo que me venía bien a mí, pasando o dejando de lado las necesidades de los otros? ¿Soy de los que cojo el mando de la TV y no lo suelto en modo alguno, y todo el mundo tiene que ver el programa que a mí me gusta? ¿Al sentarme en el coche o en casa escojo el mejor puesto… sin pensar en los otros? ¿Pienso en los otros, en lo que les gusta a los otros, en lo que les viene bien a los otros, o nada más me veo a mí mismo y mis apetencias y mis necesidades?
¿He faltado a la pobreza cristiana con gastos superfluos en cosas que no son del todo necesarias (ropas, tabaco, cafés, revistas, consumiciones, CD, bisutería, viajes, etc.)? ¿Compro cosas baratas que no necesito o que ya poseo más que suficientemente? Al comprar pregunto a mi gusto, a los demás… ¿y a Dios? Porque El tendrá algo que decir, sobre todo si me confieso cristiano y deseo que su Voluntad se cumpla en mí. Un cristiano no puede caer en el consumismo igual que otra persona que le dé igual vivir en su Santa Voluntad o no. ¿Tengo codicia y ansío poseer cosas materiales? ¿Doy limos­nas a la Iglesia o a ONGs o a familias necesitadas (es bueno aquí comparar cuánto gasto para mí al mes y cuánto doy en limosnas para los demás al mes; se verá que la diferencia es mucha)? La limosna es lo que yo llamo el dinero de Dios. Es suyo y yo he de administrarlo según su Voluntad y no según mi capricho. El dinero de la limosna nunca puede quedarse en mi bolsillo. Si no lo doy yo directamente, entonces debo de buscar a organizaciones o personas que busquen donde entregarlo y que conocen mejor que yo diversas necesidades de otros hombres. ¿Tengo mi corazón pegado a cosas mías (coche, ropa, objetos), personas, opiniones, mi físico, etc.? Para entender la pobreza cristiana se ha de partir de que sólo Dios es nuestra riqueza, porque es lo totalmente Absoluto, lo demás es relativo (Mt. 10, 37).
¿He robado, es decir, me ha apropiado de cosas que no son mías? Me apropio de cosas que no son mías, robo, cuando en el hospital en el que trabajo cojo tiritas, esparadrapos, tijeras... y lo llevo para mi casa o para mis familiares. Robo cuando en el colegio donde trabajo cojo hojas, bolígrafos... y los llevo para mi casa. Robo en el trabajo llegando tarde y saliendo temprano. Robo en el trabajo al no pagar lo justo y debido a mis empleados y no reconocerles sus derechos. El hecho de que lo hagan los demás no quiere decir que está justificado que lo haga yo.
¿He sido desobediente en mi casa, con mi familia, con Dios, con la Iglesia, con mi director espiritual, con las normas de tráfico, con las cosas que me piden muchas veces por favor; y soy más bien de los que siempre hace lo que les da "la realísima gana"? La obediencia no es simplemente hacer sin más lo que me digan o me pidan, también hay que mirar el modo y las maneras en que lo hago. Por ejemplo, si realizo las cosas que se me piden pero con protestas, interiores o exteriores, entonces no estoy obedeciendo. Yo nunca he visto ni he leído que, cuando Dios Padre indicó a su Hijo que fura a la Cruz, por el perdón de los pecados de los hombres, Jesús obedeciera pero diciendo: “¡Vaya, hombre! ¡Siempre me toca a mí!” ¿A quién tengo que obedecer yo? Pues en primer lugar a Dios, a mis padres, a mis hijos, a mi marido, a mi mujer...
¿He faltado a la castidad con pensamientos, deseos, miradas, actos impuros (solo o acompañado); he respetado mi cuerpo y el de los demás por ser Templo del Espíritu de Dios, me he mantenido alejado de aquello que me tentara en este punto como TV, revis­tas, conversaciones, etc.?
¿He tenido el pecado de la vanidad de tal manera que estoy demasiado pendiente de mi aspecto físico, de la moda, y al final soy un esclavo de ello? Hay personas que son incapaces de salir desconjuntadas de casa o de no salir a la calle con prendas que no son de marca. Hay personas que visten o se acicalan de una determinada manera, pero no por convencimiento o gusto propio, sino por obtener el parabién de la gente con la que están.
¿He tenido soberbia al considerarme superior a otros, al considerarme inferior y esto me hacía sufrir, puesto que no me acepto tal y como soy? ¿Me ando siempre quejando de la sociedad, de los demás, de mí mismo? ¿"Engordo" cuando los demás hablan bien de mí, y me entretengo después pensando y "repensando" lo que se dijo bueno de mí? ¿Me enfada el que los demás hablen mal de mí, sea mentira o verdad, y "despo­trico" contra ellos y busco rápidamente el justificarme? ¿Me cuesta admitir mis errores? ¿Me cuesta pedir perdón? ¿Hago o dejo de hacer cosas, digo o dejo de decir cosas por el qué dirá la gente, de tal manera que soy un esclavo de lo que piensen los demás?
Veamos algunos de los frutos de la soberbia: En las relaciones con el prójimo, el amor propio y la soberbia nos hace susceptibles, inflexibles, impacientes, exagerados en la afirmación del propio yo y de los propios derechos, fríos, indiferentes, injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Nos deleita en hablar de las propias acciones, de las luces y experiencias interiores, de las dificultades, de los sufrimientos, aun sin necesidad de hacerlo. En las prácticas de piedad nos complace en mirar a los demás, observarlos y juzgarlos; nos inclinamos a compararnos y a creernos mejor que ellos, a verles defectos solamente y negarles las buenas cualidades, a atribuirles deseos e intenciones poco nobles, llegando incluso a desearles el mal. El amor propio y la soberbia hacen que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, insultados o postergados, o no nos vemos considerados, estimados y obsequiados como esperábamos.
¿He faltado en el amor al prójimo hacia los enfermos, ancia­nos, familiares, marginados, etc.? ¿Tengo verdadera preocupación por las necesidades materiales, morales y espirituales de las personas que me rodean, de la gente que vive en Asturias, en España, en Europa, en el mundo? ¿Considero a las demás personas como hermanos míos al ser hijos todos del mismo Padre?
¿He tenido falta de confianza en Dios buscando yo siempre el encontrar solución a todo y rápida; y cuando no salía tal y como era mi deseo me enfadaba con Dios o me descorazonaba con El? No tengo confianza en Dios cuando las cosas positivas o negativas que me suceden me afectan sobremanera. No quiere decir con esto que tengamos que ser insensibles a las circunstancias que acontecen a nuestro alrededor, pero sí es cierto que nuestra seguridad total está en Dios y no tanto en que las cosas me salgan bien o mal.
¿He dejado mis oraciones de lado, o las he hecho con rutina y sequedad? ¿He sido fiel a lo que el Señor me iba mostrando o pidiendo en ellas?
¿He faltado a la Misa de los domingos, o he asistido a ella con rutina, falta de fervor, de mala gana y distracciones?
¿He realizado alguna lectura espiritual para alimentar mi ser y abrirme a otras experiencias y a otros horizontes que puedan acercarme más a Dios?
Se podían sacar muchas más cosas, pero de momento yo creo que con esto vale para tener una guía más o menos exhaustiva.

Domingo I de Cuaresma (A)

10-2-08 DOMINGO I CUARESMA (A)

Gn. 2, 7-9; 3, 1-7; Slm. 50; Rm. 5, 12-19; Mt. 4, 1-11


Queridos hermanos:
Pensaba predicar en la homilía de hoy el examen de conciencia, como hago otros años. Así revisaríamos nuestra vida a fin de prepararnos para una buena y necesaria confesión de nuestros pecados, pero, al leer las lecturas de hoy y como estuve el fin de semana pasado predicando unos ejercicios espirituales sobre el Padre Nuestro, voy a predicaros hoy parte de una charla que impartí allí: “no nos dejes caer en la tentación.” Dejaré el examen de conciencia para otro domingo de Cuaresma.
Esta petición del Padre Nuestro llega a la raíz de la petición anterior (“perdónanos nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”), porque nuestros pecados son los frutos del consentimiento a la tentación. Pedimos a nuestro Padre que no nos “deje caer” en ella. Hemos de saber que “Dios ni es tentado por el mal[1] ni tienta a nadie” (St. 1, 13); al contrario, quiere librarnos del mal. Dios educa, nos educa con su maravillosa pedagogía a fin de hacer surgir, crecer, fortalecer y desarrollar las virtudes: fe, esperanza, caridad, alegría, humildad, abnegación, constancia, austeridad, servicio… Con esta petición pedimos a Dios que no nos deje tomar el camino que conduce al pecado, pues estamos empeñados en el combate “entre la carne y el Espíritu”. Hay cuatro cosas que hemos de tener en cuenta al profundizar en este tema:
1) La importancia del discernimiento de espíritus para saber distinguir entre el mal y el bien, entre Dios y Satanás. Esta petición implora el Espíritu de discernimiento y de fuerza. Os voy a dar dos criterios muy importantes a la hora de discernir: el primero está contenido en el texto de los Gálatas (Gal. 5, 19-23); el segundo es la Iglesia por medio, por ejemplo, del director espiritual.
2) El Espíritu Santo nos hace discernir entre la prueba y la tentación. La primera es necesaria para el crecimiento del hombre interior (Hch. 14, 22 [“tenemos que pasar muchas tribulaciones para poder entrar en el Reino de Dios”]; 2 Tm. 3, 12 [“todos los que quieran llevar una vida digna de Jesucristo, sufrirán persecuciones”]) en orden a una “virtud probada” (Rm. 5, 3-5[2]). Sin embargo, la tentación conduce al pecado y a la muerte (cf. St. 1, 14-15).
3) También debemos distinguir entre “ser tentado” y “consentir” en la tentación. En efecto, el discernimiento desenmascara la mentira de la tentación: aparentemente su objeto es “bueno, seductor a la vista, deseable” (Gn. 3, 6), mientras que, en realidad, su fruto es la muerte.
4) Asimismo el Espíritu nos ayuda en el discernimiento y nos advierte para que nunca dialoguemos con Satanás. El es el príncipe de la mentira, como le llama Jesús (Jn. 8, 44). El gran error de Eva fue el dialogar con la serpiente. Satanás es más listo que nosotros. Veamos los diálogos de Eva y Satanás, y el de Jesús y Satanás, y los compararemos:
a) Eva y Satanás. “La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que el Señor Dios había hecho, y dijo a la mujer: ‘¿Así que Dios les ordenó que no comieran de ningún árbol del jardín?’. La mujer le respondió: ‘Podemos comer los frutos de todos los árboles del jardín. Pero respecto del árbol que está en medio del jardín, Dios nos ha dicho: «No coman de él ni lo toquen, porque de lo contrario quedarán sujetos a la muerte»’. La serpiente dijo a la mujer: ‘No, no morirán. Dios sabe muy bien que cuando ustedes coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del bien y del mal’. Cuando la mujer vio que el árbol era apetitoso para comer, agradable a la vista y deseable para adquirir discernimiento, tomó de su fruto y comió; luego se lo dio a su marido, que estaba con ella, y él también comió. Entonces se abrieron los ojos de los dos y descubrieron que estaban desnudos” (Gn. 3, 1-7). En este relato vemos que es Satanás quien inicia el diálogo, vemos que es él quien conduce la conversación. Satanás empieza con la mentira y la sospecha hacia Dios (Dios les dijo que no comieran de ningún árbol), y Eva se deja envolver y va al terreno que Satanás la lleva, es decir, quería que se fijara en ese árbol concreto. Vemos cómo Satanás mete cizaña a Eva contra Dios y le hace sospechar de Dios. Lo deja por mentiroso. Y es que Satanás dice medias verdades: “se les abrirán los ojos”, pero acompañadas de mentiras: “serán como dioses, conocedores del bien y del mal”. Los ojos de Eva quedan empañados por la codicia, por la soberbia, por la envidia, por la desobediencia, y ve el árbol con unos ojos nuevos; ve algo apetitoso y agradable, no porque sea “apetitoso y agradable”, sino porque lo ve así inducida por Satanás, pues antes no había reparado en el árbol. Eva coge del fruto, come y hace a los demás partícipes de ese fruto. Lo mismo que el bien es contagioso, también lo es el mal. Efectivamente, a Adán y a Eva se les abren los ojos, pero… no son como dioses. Simplemente están desnudos. Han sido desvestidos de su inocencia, de su confianza en Dios, de su paz, de su aceptación de la vida tal y como Dios les ha regalado y… lo que ven… no les gusta nada y les queda un regusto amargo. El “compañero”, la serpiente-diablo que les indujo al pecado y a la desobediencia… ahora les deja solos. Adán se distancia de Eva: “la mujer que me diste por compañera me ofreció el fruto del árbol y comí” (Gn. 3, 12). Eva se distancia de Adán: “desearás a tu marido, y él te dominará (Gn. 3, 16).
b) Jesús y Satanás. “Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio. Después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, sintió hambre. Y el tentador, acercándose, le dijo: ‘Si tú eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes’. Jesús le respondió: ‘Está escrito: El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios’. Luego el demonio llevó a Jesús a la Ciudad santa y lo puso en la parte más alta del Templo, diciéndole: ‘Si tú eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: Dios dará órdenes a sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra’. Jesús le respondió: ‘También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios’. El demonio lo llevó luego a una montaña muy alta; desde allí le hizo ver todos los reinos del mundo con todo su esplendor, y le dijo: ‘Te daré todo esto, si te postras para adorarme’. Jesús le respondió: ‘Retírate, Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto’. Entonces el demonio lo dejó, y unos ángeles se acercaron para servirlo” (Mt. 4, 1-11). Satanás toma también la iniciativa para dialogar con Jesús, pero Jesús no se deja envolver. Jesús se agarra a Dios y a su Palabra. Satanás le ofrece riquezas, fama, pan y cosas materiales, pero Jesús se agarra siempre al Padre y a su Palabra. Satanás intenta también tentar a Jesús con la Palabra de Dios (sí, Satanás no tiene reparo en usar lo sagrado para sus fines), pero Jesús se sigue aferrando a la Palabra y ordena a Satanás que se vaya, y éste se va. ¿Por qué? ¿Por qué Satanás obedece a Jesús? Porque es más grande Dios que Satanás, porque es más grande el hombre (cuando está con Dios) que Satanás. Al final, unos ángeles sirvieron a Jesús, porque después de cada lucha con Satanás quedamos con más paz, con más alegría, con más fe, con más firmeza en nuestra fe, y estos frutos son los que los ángeles nos traen y nos sirven.
[1] Lo que le sucede a Jesús en Getsemaní –es tentado por Satanás-, le acontece en cuanto hombre que es y no en cuanto Dios.
[2] “Hasta de las tribulaciones nos sentimos orgullosos, sabiendo que la tribulación produce paciencia; la paciencia produce virtud sólida, y la virtud sólida, esperanza. Una esperanza que no engaña porque, al darnos el Espíritu Santo, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones.”

Domingo IV del Tiempo Ordinario (A)

3-2-08 DOMINGO IV TIEMPO ORDINARIO (A)
Sof. 2, 3; 3, 12-13; Slm. 145; 1 Cor. 1, 26-31; Mt. 5, 1-12a

Queridos hermanos:
¡Cuánto me gustan las cartas de S. Pablo! ¡Qué riqueza hay en ellas! Cuando tenga tiempo, me he prometido preparar unas charlas para ejercicios espirituales en base a diversos pasajes de las cartas de S. Pablo. Ved qué gozada en el siguiente texto, que está tomado de la segunda lectura de hoy: “Fijaos en vuestra asamblea, hermanos, no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; todo lo contrario, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar el poder. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor […] Y así -como dice la Escritura- ‘el que se gloríe, que se gloríe en el Señor’.” Realmente en nuestras Misas no hay gente demasiado importante a los ojos del mundo, como predicaba el otro domingo. La mayoría “peinamos” canas y calvas. Tantas veces nos dicen que a la Misa y a la Iglesia sólo vienen aquellos que no tienen estudios universitarios, pues los que están más formados no se dejan embaucar como pardillos por los curas. Por lo visto, esto mismo pasaba al inicio del cristianismo, según nos narra S. Pablo en esta carta, es decir, mayoritariamente se apuntaban a seguir a Jesucristo los esclavos y lo más bajo de la sociedad romana.
Miremos ahora para nosotros… No somos los más listos, ni los más ricos, ni los más poderosos, ni los más sanos. Tampoco somos los más santos o los más buenos. ¡Dejamos tanto que desear en nuestra vida y en nuestro comportamiento diario! Por eso, como dice S. Pablo, ninguno de nosotros podemos gloriarnos, o sea, presumir o alardear delante de Dios o de los demás. Por ello S. Pablo cierra el párrafo de su carta con una cita del Antiguo Testamento: “Y así -como dice la Escritura- ’el que se gloríe, que se gloríe en el Señor’.” Investigando en la Biblia he descubierto que estas palabras están tomadas del profeta Jeremías (uno de mis preferidos). Y veo que el texto completo del profeta Jeremías citado por S. Pablo dice así: “Así habla el Señor: Que el sabio no se gloríe de su sabiduría, que el fuerte no se gloríe de su fuerza, ni el rico se gloríe de su riqueza. El que se gloría, que se gloríe de esto: de tener inteligencia y conocerme. Porque yo soy el Señor, el que practica la fidelidad, el derecho y la justicia sobre la tierra. Sí, es eso lo que me agrada, –oráculo del Señor–.” (Jer. 9, 22-23).
Efectivamente, no podemos ni debemos gloriarnos de saber, porque siempre hay quien sabe más que nosotros y porque no sabemos más que un poquito en un universo de saber. Recuerdo que, cuando estaba haciendo mi tesis doctoral en Roma, me dijo un sacerdote mayor que mi tesis sería como la cabeza de un alfiler en medio del universo. Vamos… que no me creyera nada ni nadie por ser doctor en Derecho Canónico.
Tampoco podemos ni debemos gloriarnos en nuestra fuerza, porque siempre habrá alguien más fuerte que nosotros mismos y, además, esta fuerza nuestra se va perdiendo con el paso del tiempo. ¡Cuántas veces me decía gente que apenas podía caminar o que se fatigaba de subir dos peldaños de una escalera: Ay, con lo que yo corría y andaba y subía y bajaba…! O ante una gripe o un virus gastrointestinal quedamos “para el arrastre”. ¡Y es que somos tan poca cosa…!
Y del mismo modo, no podemos gloriarnos de nuestra riqueza, porque siempre hay gente más rica que nosotros. Leía este día en una revista que “el Pocero”, el que hizo es macrociudad en el pueblo de Seseña (creo que en la provincia de Toledo) de unas 13.000 viviendas está en un gran apuro, pues acabó las viviendas justo cuando surgió la crisis inmobiliaria en España y ahora, o no vende lo que construyó, o los pisos que había vendido sobre el papel, ahora la gente no puede hacer frente a ello por las subidas del tipo de interés bancario. Total: “el Pocero” tiene una deuda millonaria con los bancos, pues pidió créditos para construir la urbanización y ahora no vende nada y los intereses corren y los plazos de pago también. Asimismo, ¡cuánta gente perdió millones de sus ahorros de años en estos dos meses de caída de las bolsas mundiales!
Entonces, ¿en qué hemos de gloriarnos, Señor, si no lo hemos de hacer ni en nuestra sabiduría, ni en nuestra fuerza, ni en nuestra riqueza? Y nos contesta el Señor por medio de S. Pablo: “El que se gloríe, que se gloríe en el Señor.” En efecto, sólo el Señor merece la pena. Sólo el Señor nos ama y nos acepta tal y como somos: ricos o pobres, jóvenes o viejos, tontos o listos, sanos o enfermos, santos o pecadores, fuertes o débiles.
La persona que tiene experiencia auténtica de Dios sólo se gloría de la sabiduría que procede de Dios. Con Dios descubrimos de verdad lo que vale en toda ocasión y circunstancia. Con Dios priorizamos realmente lo que es importante y no nos perdemos en tonterías. Con Dios no admitimos la vana y vacía gloria que nos procuramos unos hombres a otros.
La persona que tiene experiencia auténtica de Dios sólo se gloría de la riqueza que procede de Dios. La otra riqueza puede perderse, puede ser robada o apolillarse y, además, hay que dejarla aquí al salir de este mundo. ¿No veis cómo los faraones de Egipto se enterraban con todas sus riquezas y éstas eran robadas con el paso de los siglos y a ellos no les aprovechaban en nada, pues estaban podridos y deshechos? Hace pocos días salía en los medios de comunicación que, un hombre al que le habían tocado 25 millones de euros en una lotería, estaba dispuesto a regalarlos a quien le curara de un aneurisma. Veis, este hombre sabe que en caso de enfermedad, no se puede uno gloriar en la riqueza de oro, petróleo, dólares, euros, diamantes, casas, coches… que ofrece este mundo.
La persona que tiene experiencia auténtica de Dios sólo se gloría en la fuerza que procede de Dios. Así hicieron tantos mártires a lo largo de la historia, como S. Lorenzo, como S. Pedro y S. Pablo, como Sta. Eulalia de Mérida, etc. Dios no nos da fuerza bruta para avasallar a los demás, sino fortaleza interior y un sentido a nuestra vida para luchar por El y por los demás.
Por todo esto dice S. Pablo, el cual sí que tenía auténtica experiencia de Dios, “El que se gloríe, que se gloríe en el Señor.”

Domingo III del Tiempo Ordinario (A)

27-1-2008 DOMINGO III DEL TIEMPO ORDINARIO (A)


Is. 8, 23b-9, 3; Slm. 26; 1 Cor. 1, 10-13.17; Mt. 4, 12-23


Queridos hermanos:

Empieza la primera lectura, del profeta Isaías, diciendo: En otro tiempo el Señor humilló el país de Zabulón y el país de Neftalí.” Después de la muerte del rey Salomón, el reino de Israel se dividió en dos. Diez tribus siguieron a un nuevo rey y se formó el reino de Israel, en el norte. Las otros dos tribus, entre ellas la de Judá, siguieron al descendiente del rey David y quedaron en el sur. Hacia el año 732 a.C. el reino del norte sufrió muchas invasiones y deportaciones de la población hasta el punto de que llegó a desaparecer. De hecho, de aquellas gentes prácticamente no se sabe nada y no queda rastro de ellas, pues se mezclaron con los lugareños en donde fueron deportados. En aquellos tiempos fue una gran tragedia para los descendientes de Abraham. Unos 200 años más tarde el profeta Isaías, que estaba en el reino aún sobreviviente del sur, el reino de Judá, se hace todavía eco de esta tragedia. Es más, Judá también estaba a punto también de desaparecer por la acción de Nabucodonosor II y, en medio de tantas desgracias, el profeta habla en nombre de Dios y transmite palabras de esperanza para aquellas gentes: El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande […] Acreciste la alegría, aumentaste el gozo […] Porque la vara del opresor, y el yugo de su carga, el bastón de su hombro, los quebrantaste.”
¿Cuándo sucedió esto, cuándo el Señor hizo que sus hijos vieran una luz grande en medio de su oscuridad, cuándo el Señor aumentó su gozo y quebrantó las botas del dictador? Nos lo dice el evangelio de hoy: con el nacimiento de Jesús y su venida a este mundo: Dejando Nazaret, (Jesús) se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que había dicho el profeta Isaías: ‘País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande.’ Pero esto no sucedió a los pocos días, semanas o meses de haber desaparecido el reino del norte, de haber sufrido aquellas gentes agresiones, muertes, violaciones, deportaciones… (+- 732 a.C.). Tampoco sucedió a los pocos días, semanas o meses de haber desaparecido el reino del sur (+- 500 a.C.). Las palabras de esperanza del profeta Isaías se cumplieron 7 siglos después, para unos, y 5 siglos después, para otros, cuando todos los que habían sufrido en propia carne aquellas desgracias ya habían muerto.
Parece que os estoy contado una historia para no dormir o que os estoy dando una clase de historia sagrada y, sobre todo, parece que os estoy diciendo algo que no tiene nada que ver con nuestras vidas de hoy, del año 2008. ¿Es cierto esto? No. También hoy nosotros sufrimos desgracias en “nuestros reinos del norte y del sur”:
* Como tantas veces os insisto, vemos que las iglesias están bastante vacías y/o sólo con gente mayor. En estas Navidades vino a esta Misa de 11 una chica que reside fuera de España y me decía que aquí no había niños y que sólo había gente mayor.
* Hace pocas semanas un sacerdote joven asturiano “ha colgado” los hábitos. El viernes me he enterado que otro sacerdote joven también los va a “colgar”. Y este año sólo se ordenarán dos nuevos sacerdotes.
* El viernes me contaban de una parroquia asturiana, en una villa, en donde hay unos 100 niños que asisten al colegio. Ni uno solo de este centenar de niños acude a la iglesia ni al catecismo.
* El otro día se me olvidó despedir públicamente en esta Misa a las religiosas Misioneras de María Mediadora. Habitualmente nos acompañan en esta Misa de 11 y llevan la pastoral misionera en la diócesis. Pues bien, el gobierno central de esta congregación religiosa va a cerrar la casa el 8 de febrero por falta de vocaciones. Había tres hermanas y van a ser trasladadas a otras comunidades. La de Oviedo dejará de existir.
* Tantos hijos, hermanos, nietos, familiares, amigos… educados en la fe católica la han dejado en la práctica. Pueden ir un día al santuario de Ntra. Sra. de Covadonga, pero habitualmente pasan de la fe y de la Iglesia y de los sacramentos.
* Podíamos seguir diciendo un largo etcétera.
Ante todos estos hechos, ¿no nos entra la desesperanza, no quedamos con angustia y desconcertados porque Dios lo permite? Por ello, Dios y la Iglesia nos regalan hoy este precioso salmo 26 para que lo oremos y lo hagamos nuestro: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar? […] Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor.” Sí, hemos de esperar en el Señor. Sí, hemos de preparar el camino de Dios. Hemos de prepararlo, aunque no sea para nosotros, aunque sea para nuestros descendientes…, años o siglos después de que nosotros ya no estemos en este mundo.
Recuerdo un texto muy bello, que ilumina esta idea que os estoy diciendo. El libro de Judit, del Antiguo Testamento, nos narra que estaban los judíos sitiados por el ejército de Nabucodonosor, que quería rendirlos por hambre y por sed. Los judíos aguantaron lo que pudieron y luego acordaron esperar otros 5 días más a que Dios les liberara. Si no lo hacía en ese tiempo, entonces se entregarían a Nabucodonosor. En aquellos momentos surge una mujer, Judit, que dice lo siguiente: “‘Escúchadme, por favor, jefes de la población de Betulia. Os equivocasteis hoy ante el pueblo, al jurar solemnemente que entregaríais la ciudad a nuestros enemigos, si el Señor no viene a ayudarnos en el término fijado. Al fin de cuentas, ¿quiénes sois vosotros para tentar así a Dios y usurpar su lugar entre los hombres? ¡Ahora vosotros ponéis a prueba al Señor todopoderoso, pero esto significa que nunca entenderéis nada! Si vosotros sois incapaces de escrutar las profundidades del corazón del hombre y de penetrar los razonamientos de su mente, ¿cómo pretendéis sondear a Dios, que ha hecho todas estas cosas, y conocer su pensamiento o comprender sus designios? No, hermanos; cuidaros de provocar la ira del Señor, nuestro Dios. Porque si él no quiere venir a ayudarnos en el término de cinco días, tiene poder para protegernos cuando El quiera o para destruirnos ante nuestros enemigos. No exijáis entonces garantías a los designios del Señor, nuestro Dios, porque Dios no cede a las amenazas como un hombre ni se le impone nada como a un mortal. Por lo tanto, invoquemos su ayuda, esperando pacientemente su salvación, y él nos escuchará, si ésa es su voluntad’ (Jdt. 8, 11-17).