Domingo XVI del Tiempo Ordinario (B)

19-7-2009 DOMINGO XVI TIEMPO ORDINARIO (B)
Jr. 23, 1-6; Sal. 22; Ef. 2, 13-18; Mc. 6, 30-34

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Queridos hermanos:
Sabéis que en las homilías procuro profundizar en las lecturas que escuchamos en la Misa o en diversos temas que pueden ser de interés humano y espiritual para todos. Con relativa frecuencia trato algunas de las partes fundamentales de la fe católica, como la oración, la Biblia, los sacramentos, las relaciones con los demás…
En el día de hoy quisiera hablaros algo sobre el sacramento de la penitencia o confesión. Me animó a ello un artículo periodístico que leí el domingo pasado en Internet, en donde se analizaba la realidad de este sacramento en España. Haré un pequeño resumen del artículo y después un extracto de algunos comentarios que suscitaron las palabras del periodista.
- Decía el artículo que la Iglesia católica está en alerta roja “ante la situación del sacramento de la penitencia. La confesión está de capa caída. Clínicamente muerta. El 80% de los católicos españoles ha dejado de confesarse. Ya muy pocos lo cumplen. Los confesionarios se quedan desiertos, mientras se pueblan las consultas de psicólogos, psiquiatras y todo tipo de consejeros espirituales. Hasta el Papa acaba de advertir a los curas desde Roma: ‘No os resignéis jamás a ver vacíos los confesionarios’”.
“Sólo el 15% de los católicos adultos se confiesa al menos una vez al mes. Entre los jóvenes, el porcentaje no llega ni al 5%. Y eso, entre los católicos convencidos. El 50% de los católicos no considera necesario confesarse. ‘La gente acude a comulgar sin confesarse’, se quejan los curas. ‘Y los que se confiesan parece que no tienen de qué acusarse. No hay conciencia de pecado’, advierten los obispos. El perfil del penitente es el de una mujer mayor de 60 años”.
“Las causas de esta alergia al confesionario son de lo más variado: Algunos católicos creen que el pecado es algo superado, una expresión de culturas premodernas y poco avanzadas. Otros lo consideran un tabú inventado por las iglesias para seguir dominando las conciencias de la gente. Incluso los católicos más comprometidos tienden a confesarse de los pecados sociales –‘los que hacen daño a los demás’-, pero no de los personales”.
“Muchos católicos huyeron de los confesionarios por culpa de los propios curas, que enfatizaban el temor y el castigo de Dios, veían pecado en todo y generaban culpabilización morbosa. Y eso que, desde el Concilio, se hicieron muchos cambios en la administración del sacramento y en la actitud de los confesores. Los curas dejaron de preguntar aquello de ‘¿cuántas veces y con quién?’. Hasta el tradicional y, en muchos casos, tétrico confesionario fue sustituido por otro tipo de habitáculo más cómodo. En ocasiones se han habilitado pequeñas salas donde tener una conversación tranquila. Muchas veces, el confesor es el psicólogo de la gente más sencilla y más pobre”.

“Durante los años 70 y 80, otra vía de escape del confesionario fue la celebración comunitaria de la penitencia. Hoy, incluso eso se ha perdido. Entre otras cosas, porque la jerarquía ha prohibido casi por completo esa fórmula. Y eso que los curas saben que el abandono de la confesión es el primer paso para dejar la práctica religiosa. También ha cambiado mucho el rol del confesor, que ha dejado de ser un inquisidor-juez, para convertirse en un paño de lágrimas. Incluso a la hora de preguntar, Roma les aconseja que lo hagan ‘con tacto y con respeto a la intimidad’. Y les pide que no impongan ‘excesivas penitencias’”.
“¿Volverá por sus fueros la confesión? No lo tiene fácil. A diferencia de algunos otros sacramentos, como la primera comunión, el bautismo o el matrimonio, la confesión no es un rito social y, por lo tanto, no se mantiene al socaire de las presiones sociales y comerciales. Además, los curas también escapan del confesionario, al que algunos llaman ‘quiosco’. La deserción de los fieles viene precedida, a veces, de la de los propios curas. No es fácil ser un buen confesor. Exige disciplina, paciencia y una profunda vida espiritual”.
- Hasta aquí lo que consideré más llamativo del artículo. A continuación voy a recoger algunos comentarios que se hicieron en Internet. Primero recogeré los comentarios más negativos para la Iglesia y para la confesión, y luego los más positivos:
Negativos: “A la Iglesia no le gusta nada la idea de que no necesitemos "pasar forzosamente por caja" (confesionarios y otras ceremonias presenciales como la misa) para obtener la salvación. Por eso han insistido siempre en esa obligación de asistir a sus ceremonias obligatoriamente al menos una vez a la semana”.
“Yo una vez fui a confesarme y no me absolvieron, por lo tanto no vuelvo más. Ya me apañaré yo con Dios”.

“Nunca voy a la Iglesia, ni creo en el Dios de la Iglesia Católica. Desde los seis a los veinte años los tuve que soportar. En tantos años llegué a la conclusión de que los curas son los que menos creen en Dios. A mis vivencias me remito”.
“Para mí la credibilidad de un obispo, del Papa o de un cura, es la misma que la de Doña Rogelia, con la diferencia de que esta última me hace reír y los otros me hacen llorar por su hipocresía y por el morro que tienen”.
“Sólo espero que esto sea lo que parece: El preámbulo de la desaparición de la Iglesia (y la religión), al menos en nuestro mundo occidental. Que en la época de la ciencia, la innovación y la tecnología, desaparezcan de una vez la superstición y la fe ciega en religiones sin sentido”.

Positivos: “Creo que varios comentarios dan en el clavo del problema actual de la confesión: no puede valorarse este sacramento con una simple visión "de tejas para abajo". Sin la gracia de Dios la fe la confesión es algo absurdo. Que si los curas no dan la talla... Lo importante no es que el cura dé la talla o no... Lo importante es que quien perdona es el mismo Jesucristo. El que no crea esto no puede entender nunca el sacramento. Yo tengo 35 años y me confieso con frecuencia. Además, soy médico y puedo decir -por experiencia propia y de otros- que el mejor ansiolítico y la mejor psicoterapia es una buena confesión. Uno se queda como nuevo sabiendo que Dios le ha perdonado. Al que lo vea con otros ojos siempre le parecerá sin sentido el sacramento. O como mucho, será un mejor desagüe de la conciencia, si es amigo del cura”.
“No tengo inconveniente en dar mi nombre. Me llamo Juan Torre y soy sacerdote desde hace 25 años. Conozco muchas personas que cargadas de preocupaciones y pecados han llegado al confesionario para pedir perdón y encontrar la paz y, tras una confesión humilde y sencilla, han salido felicísimos y con una gran paz. Habitualmente confieso entre 6 y 8 horas diarias y no se puede decir que me falte trabajo. Y lo que es más sorprendente -al menos para algunos- la mayoría es de gente joven. Chicos y chicas de entre 13 a 25 años (más o menos). En fin, que animo a quien pueda leer esto a que, si hace tiempo no lo ha hecho pero lo ha pensado, no lo dude más y se anime a hacer este verano una buena confesión. Lo agradecerá seguro”.
“Yo también pertenezco a la "excepción" (que no debe ser tanta, según los comentarios que hay por aquí). Me confieso cada 7-15 días y tampoco soy del Opus. Y en las iglesias de mi barrio hay cola para confesarse los domingos. Es una práctica muy reconfortante. Lo recomiendo”.
“Hace un año y medio pasé por una separación muy dolorosa. Decidí acercarme a charlar con un sacerdote (he de confesar que sin mucha esperanza), pero o encontraba a alguien que me escuchara o me tiraba por una ventana. En fin, sólo puedo decir que mi vida cambió. Antes de gastar dinero en terapias psicológicas o caer en esclavitudes de cualquier tipo (alcohol, drogas, sexo) aconsejaría a quien pueda sentirse aludido que se acerquen a una iglesia. Siempre encontrarás a quien te reciba con los brazos abiertos”.
“Me voy a atrever a aconsejar a quien esté receloso del Sacramento de la Penitencia que se acerque a charlar con el sacerdote -prefiero no dar su nombre- de la parroquia del Inmaculado Corazón de María, en el barrio Argüelles de Madrid: la iglesia que hace esquina entre las calles de Ferraz y Marqués de Urquijo. Es una alegría hablar con él, es comprensivo y caritativo al máximo”.
- ¿Cómo vivo yo este sacramento en mi vida personal de fe? ¿Cuál es mi experiencia de este sacramento? ¿Por qué no lo practico? Si lo practico, ¿estoy contento cómo lo estoy llevando a cabo? ¿Podría mejorarlo, cómo?

Domingo XV del Tiempo Ordinario (B)

12-7-2009 DOMINGO XV TIEMPO ORDINARIO (B)
Amós 7, 12-15; Sal. 84; Ef. 1, 3-14; Mc. 6, 7-13

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Queridos hermanos:
- Nos cuenta el evangelio de San Juan que, estando preso Jesús de los judíos, lo llevaron a Pilatos para que éste lo condenara a muerte. Entre Jesús y Pilatos tuvo lugar un diálogo. Aquél le decía en un determinado momento: “Todo el que pertenece a la verdad escucha mi voz”. A lo que Pilatos replicó: “¿Y qué es la verdad?” (Jn. 18, 37a-38b). En efecto, ¿podemos hoy afirmar que hay “verdad” en este mundo, o más bien que hay “verdades”, o también hemos de decir que cada uno tiene su verdad y que todo depende del cristal con el que se miren las cosas? ¿Podemos decir que la verdad de hoy puede ser la mentira de mañana y viceversa? En definitiva, nos preguntamos como Pilatos: “¿Y qué es la verdad?” Esta pregunta tiene plena actualidad en el día de hoy: los programas políticos se hacen en base a encuestas de lo que piensa la mayoría o de lo que es políticamente correcto, pero no en base a lo que resulta mejor para el bien común o a lo que es verdad; en las relaciones de pareja, lo que vale para hoy puede no valer para mañana. Nada es estable ni firme, sino que todo es cambiante.
Me planteo este tema sobre la verdad en el día de hoy por dos hechos que me han pasado esta semana: 1) Una persona me ha comentado que en las misas de su parroquia, sobre todo si son de funerales, hay mucha más gente asistente. Esta persona ve que dicha gente contesta a las oraciones de un modo mecánico, o está callada, pero vive todo aquello como un rito vacío o aburrido, como una rutina, como algo que está muerto y hay que hacer, pero que no dice nada a nadie ni da vida. Esta persona dice que querría gritar a todo el mundo que lo que allí se vive es cierto, es Vida; quería gritar que Dios está entre ellos, entre nosotros, pero se siente incapaz. Las veces que lo ha intentado, la gente se queda fría e indiferente, y la consideran como una loca o fanática. Yo le he contestado que hace pocos años ella era igual que esa gente, pero Dios ha tenido misericordia de ella; Dios le ha dado su luz, le ha hecho percibir su presencia, y tiene todos estos dones sin que ella lo merezca. Además, le he dicho que lo mismo que Dios ha tenido paciencia con ella durante tanto tiempo, también ella ha de tener paciencia con los demás; cada uno tenemos nuestro momento y nuestros carismas, y la respuesta del hombre a los dones y regalos de Dios es libre, para aceptarlos o rechazarlos, para cogerlos o dejarlos de lado.
2) Una señora mayor me decía muy angustiada que ve muy cercana ya la hora de su muerte. Ella mira para atrás y se da cuenta de que ha sido una egoísta redomada, que ha vivido sólo para sí, que ha pasado por encima de su propia familia (padres, marido, hijos), que ha utilizado y manipulado a otras personas, que ha puesto los dones y cualidades que Dios le ha dado para su exclusivo uso y provecho personal. Esta persona me dice que tiene sus manos completamente vacías, que ha perdido la vida miserablemente, que ahora no puede reparar tanto daño, tanta omisión, como ha hecho a lo largo de toda su vida. Me pregunta que qué puede hacer, que si realmente Dios existirá y si será misericordioso. A todo esto yo le contesté que Dios, durante toda su vida, ha estado actuando sobre ella de un modo respetuoso y amoroso para que cambiara su vida, pero ella hizo en muchas ocasiones caso omiso de Dios. También le he dicho que su visión negativa de toda su vida es consecuencia de todos sus errores, pecados y omisiones, pero también es fruto de la depresión y, además, es una tentación de Satanás[1], puesto que esta persona también ha tenido cosas buenas y, de hecho, le enumeré unas cuantas. Finalmente, le he dicho que no puede cambiar su vida del pasado, pero que sí puede ser dueña de lo mucho o lo poco que le quede en la tierra, y aquí y ahora sí que puede vivir para Dios y para los demás, dentro de su enfermedad, de su edad y de sus limitaciones. Asimismo le he dicho que, de todas formas, Cristo ha muerto en la cruz y ha derramado su sangre por todos sus pecados: por los que ha cometido desde que nació hasta esta semana y por los que cometerá desde esta semana hasta que exhale su último aliento.
¿Qué tienen que ver estos dos hechos con la “verdad”? 1) La verdad es verdad independientemente de que los demás la aceptemos o la creamos. No por mucho gritarla, como la primera persona, es más verdad. No por mucho callarla es menos verdad. Dios es Dios, aunque nos declaremos todos agnósticos o ateos. Jesucristo es “el camino, la verdad y la vida” (Jn. 14, 6), aunque nosotros lo aceptemos o lo neguemos. 2) Si no vivimos en la verdad, sino que vivimos en el egoísmo o en lo que nos conviene, esto más tarde o más temprano nos pasará factura, como a la segunda persona. Cuando una relación de matrimonio, de pareja, de amistad… no se vive en la verdad, esa relación no dura o no da vida. Cuando la relación con Dios no está basada en la confianza absoluta, en el amor entregado, sino que es interesada… eso pasa factura. Ya lo decía San Pablo: A Dios no se le engaña.
- Y después de esta larga introducción paso a comentar un poco la segunda lectura de San Pablo. Dice él: “¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales!” Pues bien, lo creamos o no, lo aceptemos o no, lo experimentemos o no, esto es VERDAD: Dios Padre nos ha dado a través de su Hijo querido Jesucristo toda clase de bienes espirituales y celestiales.
* “El nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante el por el amor”. Antes de que el mundo fuera creado, antes de que existieran cielo, estrellas, planetas, agua, plantas, etc., Dios Padre ya nos había elegido a todos y cada uno de nosotros: 1) a todos los que nacieron, vivieron y han muerto; 2) a todos los que estamos dentro de este templo; 3) a todos los que están en otros lugares de la tierra en estos momentos; 4) y a todos los que nacerán hoy o dentro de cientos de años. Dios Padre nos ha elegido y lo ha hecho porque nos ha amado; es decir, el amor es la causa de la elección de Dios. Él nos ha amado y nos ha elegido con un fin: quiere hacernos participar de su santidad, de su felicidad, de su amor y de su suerte. Esto es lo que significa ser consagrados y ser hechos irreprochables ante Dios.
* “El nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos”. Dios Padre nos ha elegido y nos ha amado para que seamos hijos suyos. No quiere ponernos en una urna o en una peana; no quiere recrearse simplemente con la vista de tanta perfección que Él mismo ha hecho. Sería como un acto de soberbia muy sutil por su parte. Él nos ha elegido sobre todo para que seamos sus hijos, es decir, para que estemos con Él, para que nos alegremos con Él, para que crezcamos con Él y para que nos desarrollemos como personas, tanto en la tierra como en su Reino eterno.
* “Por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados”. Dios Padre nos ha elegido, aún a sabiendas de que íbamos a ser pecadores y a rechazar su elección, su amor y su paternidad. Por eso, a través de la sangre de su Hijo derramada en la cruz, nos ha perdonado todos los pecados y nos ha redimido de nuestra miseria, de nuestro egoísmo y de una muerte eterna.
* “El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche para con nosotros". Dios Padre nos ha elegido y derrama sobre todos y cada uno de nosotros un tesoro inacabable, inimaginable e inmenso: el tesoro de su gracia, el tesoro de su sabiduría y el tesoro de su prudencia. Y este fruto derramado en nosotros, junto con nosotros y con su Hijo, va a formar una unión indisoluble.
* Sin embargo, el hecho de recibir todos estos dones y regalos, no implica que Dios Padre ahorre a sus hijos disgustos y sufrimientos. En efecto, cuando Jesús en el Evangelio encarga a los discípulos que vayan por los pueblos predicando, les indica la posibilidad de que en algunos lugares, o algunas personas, no los reciban ni los escuchen. En ese caso Jesús les dice que, cuando se marchen de allí, se sacudan el polvo de los pies, pero este signo no tiene una intención de desprecio, o de condena, sino que sirve para constatar el rechazo que tales personas y pueblos han hecho de Dios, de su Palabra y de sus enviados. En definitiva, se trata del rechazo de la VERDAD.
[1] Ésta es la forma de actuar de Satanás: incita al mal y, después de que uno lo ha hecho, nos mete en un pozo para que nos creamos lo peor, y para quitarnos la paz y la confianza en un Dios que perdona y que salva.

Domingo XIV del Tiempo Ordinario (B)

5-7-2009 DOMINGO XIV TIEMPO ORDINARIO (B)
Ez. 2, 2-5; Sal. 122; 2 Co. 12, 7b-10; Mc. 6, 1-6

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Queridos hermanos:
- Muchos ríos de tinta se han escrito con esta segunda lectura que acabamos de escuchar. Dice San Pablo: “Para que no tenga soberbia me han metido una espina en la carne: un ángel de Satanás que me apalea, para que no sea soberbio. Tres veces he pedido al Señor verme libre de él; y me ha respondido: ‘Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad’”. No saben los estudiosos de San Pablo a qué se puede referir él con esta espina: unos dicen que se trataba de una enfermedad que lo dejaba postrado y sin fuerzas. Otros hablan de un defecto de carácter que le jugaba malas pasadas, como, por ejemplo, su genio. Y otros sostienen que se refería a un problema moral, es decir, a un defecto o pecado, que tantas veces se ha identificado con las tentaciones sexuales y de las cuales no era San Pablo capaz de librarse. Lo cierto es que no lo sabemos, pero lo cierto también es que esa “espina” le causaba unos dolores horrorosos a San Pablo. Es más, él la veía como un acto personal de Satanás, el cual lo apaleaba y le hacía sufrir muchísimo con ello.
Sobre este hecho San Pablo, que ve la mano de Dios en todo lo que le pasa y en todo lo que sucede a su alrededor, nos anota tres datos de índole espiritual:
1) San Pablo sabe que el fin último de esta “espina” no es machacarlo. Si Dios permite esta “espina”, es para que no se ensoberbezca, pues, ante tanto éxito como tenía su predicación, sus milagros y las revelaciones místicas de Dios en él, San Pablo tenía el peligro de creerse más que nadie y mejor que nadie. Por ello, dicha “espina” le hacía poner los pies en el suelo y lo transformaba en un hombre más humilde, más necesitado de la misericordia divina. Y es que tantas veces, cuando todo nos va bien, ¿para qué necesitamos a Dios? Siempre os recuerdo aquella entrevista que salió hace unos años en un periódico de Asturias en que se le preguntaba a Fernando Alonso si creía en Dios, a lo que él replicaba que para qué lo necesitaba: era joven, estaba sano, era famoso, era rico… ¿para qué necesitaba él a Dios? Para nada. Así nos pasa a nosotros tantas veces: “Nos acordamos de Santa Bárbara sólo cuando truena”. O sea, nos acordamos de Dios sólo cuando lo necesitamos. El martes me llamaba una señora española que vive en Francia. Su hijo se casó con una chica francesa; a ésta sus padres no la educaron en una fe religiosa y ella pasaba de Dios, pero hace pocos meses tuvo una enfermedad muy grave, la operaron y, al despertar de la anestesia, sus primeras palabras fueron: “Gracias, Dios mío”. Luego confesaría ante su suegra estas palabras y la necesidad que tuvo de Dios cuando se vio tan mal.
Por lo tanto, hemos de reconocer que la enfermedad y los males de la vida nos hacen más humildes y más necesitados de Dios. Así lo confiesa el apóstol en sus propias carnes.
2) Como segundo dato diré que, a pesar de que San Pablo ve claramente que la “espina” le hace más humilde, menos soberbio, hay veces en que no puede soportar tanto sufrimiento y desvalimiento. San Pablo no aguantaba más aquello y en tres ocasiones le pidió a Dios en su oración que lo librara de aquel dolor. Él, que resucitó a un muerto y curó a un cojo de nacimiento; él, que expulsaba demonios y tocaba a Dios con sus dedos, pensó que podía pedir a Dios un pequeño favor para sí mismo: “Por favor, quítame esto; no lo aguanto”. ¡Cuánto sufrimiento debió pasar San Pablo para sucumbir en tres ocasiones ante la tentación de escapar y pedir algo para sí!
3) Vamos ahora al tercer dato que nos aporta San Pablo sobre su “espina”. Y es que la respuesta de Dios a las tres súplicas de San Pablo es sorprendente: “Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad”. Y la reflexión que hace el apóstol de estas palabras de Dios es el tema central de este trozo que acabamos de escuchar: “Por eso, muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo.Por eso, vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque, cuando soy débil, entonces soy fuerte”. Y es que la respuesta de Dios le sirve a San Pablo para iluminar toda su vida, y no sólo lo referente a su “espina”. Tantas veces hacemos las cosas o queremos hacerlas apoyándonos en nuestras propias fuerzas, en nuestra sabiduría, títulos, seguridades, riquezas…, pero así no funcionan las cosas de Dios. No somos nosotros los que predicamos, oramos, conseguimos convertir a alguien o a nosotros mismos. No somos nosotros quienes podemos cambiar nuestro carácter o quitar nuestros defectos y pecados. No somos nosotros quienes vamos al cielo o nos hacemos santos. Es sólo Dios y, cuánto más pequeños y débiles seamos, Dios actuará más libre y palpablemente. Fijaros qué bien lo comprendió María, pues ella decía: “Se ha fijado Dios en la humillación de su sierva”. Sí, cuánto más débiles seamos, más resalta la acción maravillosa de Dios en nosotros y a nuestro alrededor. Veamos cómo también doce apóstoles incultos y temerosos fueron capaces de anunciar a Cristo por todo el mundo. ¿Por qué? Porque no fueron ellos quienes lo hicieron, sino Dios a través de ellos. Fijaros igualmente en quién es el patrón universal de todos los sacerdotes y nos es propuesto por el Papa Benedicto XVI como ejemplo para este Año Sacerdotal: El Santo Cura de Ars: un hombre muy corto, académicamente hablando; casi es expulsado del seminario y no admitido a la ordenación por no entrarle los latines en la cabeza; finalmente fue ordenado y nombrado párroco de un pueblo perdido (Ars); pero en medio de su inutilidad y cortedad atrajo multitudes a toda Francia a su confesionario y a oír sus predicaciones. Incluso, cuando estaba empezando el tren en Francia, una de las primeras líneas que se instaló fue hasta Ars, pues tal era la afluencia de gente… Y todo esto lo hizo Dios: en la debilidad humana sobresalió y resaltó la fuerza de Dios.
- Para terminar esta homilía quisiera fijarme un momento en el evangelio: Vemos cómo Jesús no es reconocido como profeta en su pueblo, entre sus gentes de toda la vida. También hoy pasa lo mismo. Jesús no es reconocido como el Hijo de Dios en nuestra Asturias, en nuestra España, y en nuestra Europa, la patria de Jesús de tantos siglos.
El evangelio nos dice que allí, entre su gente, no pudo hacer ningún milagro y se extrañó de su falta de fe. Jesús se sintió despreciado entre sus gentes, entre sus parientes y conocidos. Aquí despreciamos la oración ante Cristo, la riqueza de los grandes místicos cristianos y de las riquezas del cristianismo. Y mientras nosotros corremos hacia el budismo, hacia la filosofía Zen y hacia los tesoros religiosos de la India, en Asia sigue creciendo el cristianismo. En China, en donde son más de mil millones de personas, me decía esta semana un sacerdote irlandés que allá los cristianos ya son unos cien millones y... subiendo. Los del partido comunista chino se dan cuenta que Mao no puede dar una moral, una ética, un sentido a la vida y se están planteando favorecer y/o tolerar el cristianismo por lo que aporta a los seres humanos, aunque, eso sí, quieren controlarlo ellos.
Hoy Jesús está aquí, entre nosotros. ¿Lo reconocemos como el Hijo de Dios, o somos como los de Nazaret?

Domingo XIII del Tiempo Ordinario (A)

28-6-2009 DOMINGO XIII TIEMPO ORDINARIO (B)
Sb. 15, 13-15; 2, 23-24; Sal. 29; 2 Co. 8, 7-9.13-15; Mc. 5, 21-43
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Queridos hermanos:
El jueves por la tarde vino a mi casa un joven que desea conocer más las cosas de Dios y que quiere hacer la primera comunión. Le había indicado tiempo atrás que leyera el Nuevo Testamento con la vida, los hechos y las palabras de Jesús. Me dijo que lo intentó, pero que hay tantas cosas que no entiende y que le resulta algo complicado. Entonces cogí el evangelio de hoy, lo leímos y se lo fui explicando. Y fuimos desentrañando lo que hay detrás de unas palabras que nos narran hechos de hace 2000 años. A este joven le decía algunas de estas cosas:
Ante todo he de decir que este evangelio que acabamos de escuchar siempre me ha gustado mucho, pues veo a un Jesús cercano, cariñoso, decidido, servicial.
- Hay dos personajes centrales (junto con Jesús) en la narración: Jairo y la mujer enferma. Son dos personas con sufrimientos grandes; ella en su propio cuerpo y él en el de su hija, que le duele más que si fuera en sí mismo. Nos dice el evangelio que Jairo era jefe de la sinagoga. A pesar de ser todo un personaje, él se acerca a Jesús y se tira a sus pies. Jairo se humilla y suplica con insistencia a Jesús por su hija enferma. ¿Qué no haríamos nosotros por una persona querida y sufriente? Inmediatamente Jesús atiende esta petición y se va con él.
Durante el camino hacia la casa de Jairo tiene lugar el otro episodio que nos narra el evangelio. Se nos dice que la gente apretujaba a Jesús por todos lados. Una mujer se mete como puede entre la muchedumbre. Ella está enferma y sin dinero, pues todo lo ha gastado en médicos y en medicinas sin lograr curarse. Ella piensa que, con solo tocarle, se curará. Así lo hace y así sucede. El evangelio nos dice que la mujer, al verse descubierta por la acción, se echa a los pies de Jesús y confiesa lo que sucedido.
Fe y humildad son las dos características comunes de ambos personajes. Ellos confiaban en que Jesús les atendiese y les curase. Esa fe les lleva a vivir en humildad, pues reconocen que nada ni nadie puede ayudarles salvo Dios. Pero Jairo y la mujer enferma, hasta llegar a este grado de fe, han tenido que hacer un largo viaje. ¿O pensáis que la fe es algo que se consigue rápido y fácilmente? Fijémonos en el calvario que tuvo que pasar la mujer por médicos y más médicos, y probar unas medicinas y otras, y sólo logró empeorar y gastar toda su fortuna. En esos momentos en que uno está hundido y no ve ninguna salida, desde el fondo del pozo en que uno se encuentra, se levanta la vista a Dios y se pone en El toda la confianza. Por el camino ha quedado el dinero, la dignidad, las seguridades, las razones, el orgullo, y es cuando nace y surge la humildad y la fe se hace más fuerte.
- Jesús. Me emociona un Jesús que se para y escucha a un padre angustiado.
Me emociona un Jesús que deja todo lo que tiene entre sus manos o en sus planes para ese día y acompaña a Jairo.
Me emociona un Jesús que se dirige a la mujer curada y le dice con infinita ternura y sensibilidad: “Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud”. Fijaros que la llama “hija”, lo cual indica amor, ternura y delicadeza. Le dice que está curada, pero por causa de su fe. Es decir, Jesús no se vanagloria de la curación y del milagro, ni la humilla, sino que le hace ver que el origen de la curación está en su fe. Y la deja marchar con salud y con paz: salud de sus flujos de sangre; paz con los médicos que le hicieron escarnios o la robaron, paz con los familiares y amigos que se hartaron de ella y le dieron de lado, paz con Dios contra el que pudo renegar en algún momento, paz consigo misma, pues ya puede descansar después de tantos años de interminables de sufrimiento.
Me emociona el ver a Jesús cómo sostiene a Jairo, cuando le comunican que su hija ya está muerta, y le dice: “No temas; basta que tengas fe”.
Me emociona Jesús, cuando sabe que va a resucitar a la niña, y no quiere público que le aclame ni le reconozca el milagro, sino que quiere hacerlo en la intimidad, pues a Jesús le importan los padres sufrientes y la niña, y no quedar bien ante la gente.
Me emocionan las palabras de Jesús, palabras de cariño y cercanía que Jesús tiene con la hija de Jairo: “Talitha, qumi”. ‘Niña, levántate’.
Me emociona cuando Jesús dice a los padres que le den de comer a la niña. Ese detalle sólo puede tenerlo alguien que tenga un amor maternal muy grande, pues Jesús está hasta en esas pequeñas-grandes cosas.
- La gente y los apóstoles. La gente apretuja a Jesús, pero sólo la mujer enferma lo toca. La gente apretuja a Jesús, pero sólo Jairo y la mujer se echan a sus pies humildemente. Mucha gente apretuja a Jesús, pero sólo nos queda el recuerdo de Jairo y la mujer.
Los apóstoles, tan acostumbrados a Jesús, deberían de haber intuido que, al preguntar El quién lo había tocado, se refería a algo más que los apretujamientos. Estar al lado de Jesús es estar atento, porque siempre con El se aprende algo nuevo, hay algo nuevo.
Los criados y las plañideras de Jairo ‘están pegados al suelo’. No merece la pena seguir con Jesús, pues la niña ha muerto, le dicen poco antes de llegar a la casa. Por lo visto, ni la ambulancia ni el médico llegaron a tiempo. Cuando Jesús dice de continuar y ver a la niña, pues está dormida, ellos se ríen y se mofan de Jesús. Miran las cosas con la nariz pegada a la pared. No tienen fe, no tiene confianza, no tienen humildad. Por eso, no reconocen a Dios y se ríen de Dios en la cara de Jesús. ¿Cómo habrán reaccionado al enterarse de la resurrección de la niña? ¿Habrán cambiado algo?
- Nosotros.
Señor, enséñanos a tocarte y no a apretujarte.
Señor, danos capacidad de asombro y de estar atento a tu palabra y a tu vida, pues tú siempre eres novedad para el mundo.
Señor, danos fe y humildad, como a Jairo y a la mujer enferma.
Señor, danos la paz y la salud, como a la mujer enferma.
Señor, haz que reconozcamos las palabras y gestos de ternura y de amor, que siempre tienes con nosotros.
AMEN

Domingo XII del Tiempo Ordinario (A)

21-6-2009 DOMINGO XII TIEMPO ORDINARIO (B)
Job 38, 1.8-11; Sal. 106; 2 Co. 5, 14-17; Mc. 4, 35-41
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Queridos hermanos:
Empezamos ya los “domingos verdes” o domingos del tiempo ordinario, que llegarán hasta finales de noviembre. El domingo pasado, festividad del ‘Corpus Christi’, os hablé sobre la adoración eucarística, aunque un poco por encima. ¡Se pueden decir tantas cosas de ella o en torno a ella!
Hoy quisiera seguir profundizando un poco en este tema de la adoración eucarística, pues quisiera “meteros ganas” y que tuvierais el “gusanillo” y, los que no la hacen, que empezaran con ella y, los que la hacen, que sigan con más ganas, pues la adoración eucarística es algo esencial en la vida de fe.
No es fácil ‘hacer’ adoración ante el sagrario. Mucha gente reza ante el sagrario, es decir, está delante del sagrario y reza el rosario, o reza una estación, o hace otros rezos. Hay gente que quiere ir un poco más allá de los ‘rezos’ y habla con Jesús, que está realmente en el sagrario, y le cuenta sus cosas. Pero mucha gente es inconstante y, finalmente, deja de lado esta adoración, o se aburre y no saca nada en claro ni avanza. Todo esto es normal que suceda y la solución contra ello es doble: 1) Ser fiel y continuar día tras día ante el sagrario. 2) Tener un guía espiritual que ayude, oriente, anime y discierna lo que está pasando en el interior del adorador.
Cuando una persona, a pesar de todos los pesares, continúa en adoración ante el Señor en el sagrario, en un determinado momento puede empezar a percibir algunos frutos en el momento de la adoración o en otro momento del día. Y de esto quería hablaros propiamente en el día de hoy: ¿Cuáles son los frutos de la adoración eucarística? Algunas advertencias: 1) Por supuesto, no agotaré todos los frutos que se pueden recibir del don y regalo de la adoración. 2) Los frutos de los que yo hablo aquí no son producidos por nuestro esfuerzo o diligencia, sino que son sobre todo un regalo de Dios. En efecto, nadie puede estar al lado de Dios y no quedar contagiado con las cualidades divinas. Lo mismo que nadie puede estar al lado del Maligno y no quedar contagiado de sus vicios y defectos. Bien, veamos algunos de estos frutos:
- Cuando uno está situado ante el Señor de una forma constante y diaria, la acción de Dios transforma al adorador. Así, éste percibe que la paz le va inundando poco a poco. Uno se vuelve más paciente consigo mismo, con los demás y con Dios. Uno ya no echa tantas cosas en cara a los demás ni a sí mismo. La paz de Dios transmite serenidad y sana poco a poco las heridas del pasado y del presente: tanto el dolor y sufrimiento que han hecho o hacen a uno como lo malo que uno ha hecho o hace a los demás o a sí mismo. Por otra parte, la paz del Señor nos quita las prisas y todo se vuelve calma y sosiego en nuestro interior. Una calma que no nos lleva al pasotismo o a la pereza, sino que nos hace más responsables de nuestras tareas y trabajos, pero con equilibrio y serenidad, ya que las prisas producen ira y hieren a los demás con palabras, con gestos, con acciones, con omisiones. Por lo tanto, cuando uno adora es regalado con la paz de Dios; la misma paz que El tiene nos es entregada.
- La adoración constante produce el fruto de la comprensión. Hay un refrán indio que dice que para, comprender a otra persona, hemos de ponernos sus propias zapatillas. Es decir, hemos de estar en su misma situación y, a lo mejor, descubriríamos que lo hacíamos mucho peor que él. Recuerdo que en una ocasión, siendo yo seminarista, discutí con un compañero (no recuerdo el motivo) y tuvimos unas palabras. Era por la tarde y hacia las 8 de la tarde yo hacía mi rato de adoración ante el sagrario. Normalmente yo estaba entonces una hora. La primera media hora me la pasé rememorando la conversación con el compañero y echándole en cara todos sus fallos y, cuanto más pensaba en ello, me veía con más razón. A la media hora sentí en mi espíritu una voz clara, y era de Dios. Yo estaba diciéndome: ‘porque él hizo esto, hizo lo otro, dijo así…’ Dios simplemente me dijo: “¿Y tú? Y en un instante me mostró tantas situaciones en las que yo había reaccionado igual o mucho peor que el otro seminarista y vi claramente cómo Dios en todas aquellas ocasiones había sido comprensivo conmigo y no me había echado nada en cara, ni me lo había restregado por las narices. La siguiente media hora de la adoración me la pasé pidiendo perdón a Dios y al salir tuve que ir a pedirle perdón al compañero por mis palabras duras, en el tono. Luego de haberlo hecho sentí una alegría inmensa. Vi que no era tan difícil pedir perdón y estaba dispuesto a pedir perdón a todo el mundo, pues el gozo que sentí era mayor y más grande que lo que yo había experimentado nunca antes.
- Todos nosotros estamos llenos de complejos o de miedos; complejos por nuestro carácter, por nuestro físico, o de miedos a ser ridiculizados, a no ser aceptados por los demás. Constantemente estamos como en una competición, y aprendemos la ley del engaño y del disimulo. En la adoración se nos quitan estos complejos y miedos. ¿Por qué? Porque descubrimos que Dios nos ama, nos quiere y acepta tal y como somos, PUES HA SIDO EL QUIEN NOS HA CREADO ASI. Uno tiene las piernas torcidas, es calvo, tiene barriga, tiene el trasero gordo, pronuncia mal las erres, se baba al hablar… ¿Qué más da todo ello? Si Dios te quiere y acepta así. Y entonces empieza uno a aceptarse también así. Con Dios y ante Dios comprendo que no tengo que ser el mejor, ni el más guapo, ni el más gracioso, ni el más listo. Dios me quiere así y me acepta así. Y además, siento que esto no son palabras bonitas; siento en lo más profundo de mi ser que es así. ¿Qué más da que los demás no me acepten, si me acepta Dios?
¿De qué o de quién voy a tener miedo, si Dios siempre está conmigo? Y uno canta con toda la fuerza de su ser el salmo 26: “El Señor es mi luz y mi salvación. El Señor es la defensa de mi vida. ¿A quién temeré, quién me hará temblar?” Todo esto significa que la persona que adora y es tocada por el dedo de Dios es una persona que se acepta a sí misma y que acepta a los demás, porque Dios lo hace conmigo… y con los demás. Yo no soy más que otro, porque para Dios no soy más, pero tampoco soy menos. Soy quien soy, y el otro es quien es, y Dios ama, crea y acepta al otro y a mí.
- La persona que adora recibe el don de la humildad. Es uno de los mayores frutos de Dios. Esta humildad no proviene del hecho de que veamos claramente que yo no soy más que nadie y que todos somos iguales ante Dios. NO. El origen radical y profundo de la humildad es que la persona que adora y entra en contacto íntimo y profundo con Dios se da cuenta que Dios es todo y yo no soy nada; El es bueno y santo y yo soy pecador; El es poderoso y yo soy débil; El es la bondad absoluta y la generosidad total y yo soy egoísta e interesado; El es grande y yo soy pequeño; El ama de verdad y yo no, pues mi amor está demasiado contaminado de egoísmo. Esto que digo son palabras, pero, cuando uno experimenta todo esto de una manera misteriosa, pero real, uno se da cuenta (espiritualmente, no sólo racional o sensiblemente) de todo ello y desde ese momento considera a Dios como el Kyrios, el Señor.
La humildad regalada por Dios en la adoración produce en nosotros la confianza, ya que se experimenta la fidelidad eterna de Dios para con nosotros. Hagamos lo que hagamos, digamos lo que digamos, dejemos de hacer o de decir lo que sea… Dios siempre estará con nosotros y no nos abandonará.
- La adoración produce en nosotros el aumento de fe en Dios, el gozo de saborear las cosas de Dios, como la lectura espiritual, los sacramentos recibidos.
- La adoración produce también un aumento de amor y una purificación de nuestro amor. Nadie sabe amar de verdad al marido, a la mujer, al novio o novia, a los hijos, a los amigos, a los feligreses, a los vecinos, al prójimo si antes no ha experimentado en sí mismo el amor que Dios le tiene. Es un amor sin condiciones, sin egoísmos, eterno, total, no excluyente. El que adora se siente amado por Dios y siente como él mismo ama, ya no con su amor, sino con el mismo amor que ha recibido de Dios. La gente que está alrededor de los santos se siente amada de un modo especial y único. ¿Por qué? Porque son amados por el mismo Dios a través del instrumento dócil que es el santo.
Termino diciendo que los frutos de la adoración son divinos (de origen divino) y, por lo tanto, son duraderos en el adorador. A que con todo esto que acabo de deciros, ¿da ganas de empezar y/o de no dejar nunca la adoración eucarística?