Domingo XXIX del Tiempo Ordinario (C)

17-10-2010 DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO (C)

Ex. 17, 8-13; Slm. 120; 2 Tim. 3, 14-4, 2; Lc. 18, 1-8



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

- La mayoría de las lecturas de hoy nos hablan de la fe y la confianza en Dios expresada a través de la oración y de la súplica a Dios. Si preguntamos a la gente que podemos encontrar por la calle si la oración sirve para algo, pienso que la inmensa mayoría nos diría que no, que la oración no sirve para nada. La oración es una pérdida de tiempo. Estas respuestas pueden resultar hasta comprensibles, ya que mucha gente es no creyente o agnóstica, pero lo terrible es que, si hacemos esta misma pregunta (‘¿sirve para algo la oración?’) a cristianos creyentes y “practicantes”, muchos también nos dirían que no. El jueves por la mañana me visitaba un señor muy creyente y que está pasando por momentos muy duros, y me decía que nada solucionaba con la oración: trabajaba mucho y no tenía casi resultado económico, les van a echar a él y a su familia en este mes del piso por embargo… Si la oración es entendida sólo como un pedir favores a Dios, ya que la mayoría no nos son concedidos, entonces habría que estar de acuerdo en que la oración no sirve para nada o para casi nada. En esta misma línea está el siguiente relato: “Una reportera de CNN escuchó hablar de un viejecito judío, que había estado yendo a orar al Muro de las Lamentaciones por mucho tiempo, todos los días, dos veces por día... Esta periodista fue hasta Jerusalén y observó al viejecito mientras oraba. Después de 45 minutos y cuando el viejito se estaba por ir, ella se acercó para hacerle una entrevista: - ‘Discúlpeme, señor. Soy Rebecca Smith, reportera de CNN. ¿Cuál es su nombre?’ – ‘Moshe Cohen’, respondió el hombre. – ‘¿Por cuanto tiempo ha venido Vd., señor, al Muro de las Lamentaciones?’ - ‘Por alrededor de 60 años’ – ‘¡60 años! ¡Es asombroso! ¿Y por quién ó por qué reza?’ – ‘Rezo por la paz entre cristianos, judíos y musulmanes. Rezo porque terminen todas las guerras y los odios entre la gente. Rezo para que los niños crezcan como adultos responsables, amando a sus semejantes’ – ‘¿Y cómo se siente Vd. tras estos 60 años?’ – ‘¡Como si le hubiera estado hablando a una pared!’” Este chiste tiene su gracia y su chispa, pero también contiene una crítica feroz contra Dios. En efecto, Dios –según esta narración- es el responsable último de la falta de entendimiento entre los cristianos, los judíos y los musulmanes. Dios es el responsable último de todas las guerras y de todos los odios que tenemos los hombres contra otros seres humanos. Dios es el responsable último de que los niños no crezcan como adultos responsables e igualmente de que no amen a sus semejantes. Y es el responsable último, porque, teniendo el poder para hacer todo eso y arreglar los problemas de la humanidad, Él no lo hace; asimismo es el responsable último, porque se le clama en oración durante años y Él no hace caso de nada.

- ¿Quién es Dios para nosotros? ¿Está Dios entre nosotros? ¿Qué lugar ocupa Dios en nuestra vida? No hablo en el plano teórico, sino en el plano práctico, en el día a día. Antes de respondernos a estas preguntas me vais a permitir que os lea dos episodios que acabo de conocer en la lectura de un libro:

1) “Hace años, leí un artículo en el que dos psiquiatras ofrecían un informe sobre los sacerdotes y religiosos a quienes habían tratado profesionalmente. Y hacían ver que, de las docenas de dichos sacerdotes y religiosos que habían acudido a ellos en busca de ayuda para sus problemas personales, únicamente dos habían llegado a mencionar el nombre de Dios a lo largo de las entrevistas; y, de esos dos, tan sólo uno había hablado de Dios como de un factor importante en su vida y en su curación. Para todos los demás, parecía como si Dios no tuviera lugar alguno en sus vidas: jamás se referían a Él al hablar de sus más íntimos problemas. ¿No es éste un indicio de hasta qué punto hemos arrumbado a Dios en nuestras vidas, de lo débil que se ha hecho nuestro sentido de la fe? Sencillamente, no esperamos que Dios intervenga profunda y directamente en nuestras vidas. Si tenemos un problema psicológico, acudimos al psiquiatra; si padecemos algún mal físico, llamamos al médico… Sin embargo, Jesús parece pensar de muy distinta manera…” (Cfr. Anthony de Mello, S.J., Contacto con Dios, Santander 19988, 71s).

2) Charles Davis fue un sacerdote católico que abandonó la Iglesia hace ya algunos años. Antes de hacerlo publicó en una revista un artículo en el que decía: “Después del concilio Vaticano II, experimenté un verdadero entusiasmo por las perspectivas de renovación, modernización y cambio de estructuras que se le ofrecían a la Iglesia. Y me dediqué a presentar ante nutridos auditorios la nueva y maravillosa teología del Vaticano II, que encerraba tan rico potencial de reforma. Pero, poco a poco, empecé a comprender que todos aquellos rostros que me miraban no buscaban una nueva teología, sino que buscaban a Dios. No veían en mí a un teólogo con un mensaje que ofrecer, sino a un sacerdote que fuera capaz de darles a Dios. Evidentemente, tenían hambre de Dios. Entonces miré en mi interior y descubrí, absolutamente desolado, que yo no podía darles a ese Dios, porque no lo tenía. Lo que tenía era un enorme vacío en mi corazón… Y, cuanto más me ocupaba en cosas como la reforma y la modernización de las estructuras de la Iglesia, o la renovación litúrgica, los estudios bíblicos y los métodos pastorales, más fácil me resultaba escapar de Dios y del vacío que había en mi corazón” (Cfr. Anthony de Mello, S.J., Contacto con Dios, Santander 19988, 35).

- Fijaros en la absoluta fe y confianza en Dios que destilan las lecturas de hoy: * En la primera se nos muestra a Dios, a través de la súplica de Moisés, salvando a su pueblo Israel. * En el salmo 120 se dice: “Levanto mis ojos a los montes; ¿de dónde me vendrá el auxilio?; el auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra […] El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma; el Señor guarda tus entradas y salidas, ahora y por siempre. * Y en el evangelio se nos dice que Dios hará justicia y atenderá sin tardar a sus hijos, aquellos que le gritan día y noche. Pero este evangelio termina con una frase –para mí- terrible: “Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”

El hombre del que hablaba más arriba me decía que, en tantas ocasiones, él había dejado padre, madre, esposa, hijos, tierras por Dios y por su evangelio. Jesús había prometido a quien hiciera esto que le daría cien veces más de esto en esta vida y luego… la Vida Eterna. Sin embargo, en este mes lo iban a echar de su casa por una deuda hipotecaria. ¿Dónde estaba el ciento por uno en esta vida, dónde? Y me contaba que una hija suya le contestaba así a su pregunta: “Papa, el ciento por uno lo tienes en tu mujer y en tus hijos, que amas y que te aman”. Sí, estoy seguro que Dios nos hace justicia y nos atiende de tantas maneras, pero nosotros estamos ciegos para reconocerlo. Escuché el viernes por la mañana que los mineros de Chile decían que, allá abajo, habían aprendido tantas cosas y que sus vidas iban a cambiar a partir de ahora. Allá abajo empezaron a valorar las cosas de otra manera.

- ¡Señor, danos la fe de que hablas en tu evangelio de hoy!

- ¡Señor, concédenos creer en ti con toda nuestra alma y nuestro ser, aún en medio de nuestros muchos pecados e infidelidades! Tú eres más grande que nosotros mismos y que nuestros pecados y miserias.

- ¡Señor, escucha nuestras voces y nuestras súplicas! ¡Escúchanos, pero no a la manera que nosotros queremos o a la manera que decimos necesitar, sino como tú consideres que es mejor para nosotros, ya que Tú sabes y nosotros no sabemos! Nosotros queremos fiarnos de ti.

Homilía de boda (III)

Homilía de audio en MP3
Queridos hermanos:
- Hace unos cinco años fui a Pimiango a casar a la hermana de Fran, el antiguo seminarista. Fui hasta la casa de la novia y luego caminé hasta la iglesia del pueblo. Iba vestido de cura y la gente me veía y al saber que yo iba a ser el cura que iba a “casar” a esta pareja me decía que los casara bien, que no separaran... Esto pasó unas cuantas veces y a mí me mosqueó un poco. Pero, ¿por qué tanta insistencia? A principios de este año casé a un amigo y su madre me llevó unas semanas antes a ver la casa que estaba construyendo el hijo. Estaban entonces unos obreros en la casa y la madre me presentó como el cura que iba a casar a su hijo. Y uno de ellos contestó: “¡Ah, pues que sea por unos cuantos años…!” Y es que la mitad de las parejas que se casan en Asturias se separan. Seguramente entre vosotros hay quien haya pasado por esta situación, esté pasando o pasará. Ah, tranquilos que la hermana de Fran, el antiguo seminarista, sigue felizmente casada.
Cuando una pareja me pide que asista a su matrimonio, procuro tener un diálogo con ellos y una de las preguntas que les hago es ésta: “¿Por qué creéis que puede llegar a fracasar un día vuestro matrimonio, o qué dificultades puede tener vuestra relación conyugal?” Unos contestan que el carácter de él o de ella: irascible, pronto fuerte, controlador, posesivo, celoso, egoísta, influenciado por su familia o por sus amigos o aficiones, por querer sexo de más o de menos. Sí, yo siempre digo que el sexo en el matrimonio no es lo más importante, pero es indicativo y termómetro de cómo va la relación conyugal. Pues sí, en la relación de matrimonio va a haber dificultades. Es más, yo siempre digo que es más difícil la vida de matrimonio que la de cura. Cuando esas dificultades son asumidas, entonces va bien la cosa. Fijaros que digo “asumidas”. Esto implica por parte de los dos, porque, cuando las asume nada más que uno de los esposos, eso significa que el otro se somete, que se aniquila, que se anula. Y es que en la relación de padres e hijos el amor puede ser de aquellos hacia estos y sin tener respuestas de estos, pero en la relación de pareja tiene que ser amor mutuo. En caso contrario no funciona la cosa.
Para esta situación de dificultades de pareja hay que poner remedio cuanto antes, no esperar a que la situación se haya vuelto irreversible. Si una pareja se enfada entre sí, aún se puede hacer algo. Cuando no se puede hacer nada es cuando existe la indiferencia mutua, o de uno hacia el otro. Ahí está todo perdido. Pues bien, yo doy dos antídotos contra estas dificultades. Hay más, pero creo que estos engloban a muchos de los otros:
1) El primer antídoto es el AMOR. Pero ¿qué amor? ¿El amor del que me hablaba una chica hace poco? Hace un tiempo vino una mujer de unos 35 años con una revis¬ta de Pronto, Semana, Hola o de éstas y me enseñó un artícu¬lo en el que se indicaban algunos signos del enamoramiento: palpitacio¬nes, sudoración en las manos, insomnio, etc. Me decía que ella tenía algunos de estos signos, pero que otros no; me preguntaba sí estaría enamorada de verdad. Frente a esto os puedo narrar un cuento de Tagore, que nos muestra qué es el amor: “Era un matrimonio pobre. Ella hilaba a la puerta de su choza pensando en su marido. Todo el que pasaba se quedaba prendado de la belleza de su cabello negro, largo, como hebras brillantes salidas de su rueca. El iba cada día al mercado a vender algunas frutas. A la sombra de un árbol se sentaba a esperar, sujetando entre los dientes una pipa vacía. No llegaba el dinero para comprar un pellizco de tabaco. Se acercaba el día del aniversario de la boda y ella no cesaba de preguntarse qué podría regalar a su marido. Y, además, ¿con qué dinero? Una idea cruzó su mente. Sintió un escalofrío al pensarlo, pero al decidirse todo su cuerpo se estremeció de gozo: vendería su pelo para comprarle tabaco. Ya imaginaba a su hombre en la plaza, sentado ante sus frutas, dando largas bocanadas a su pipa: aromas de incienso y de jazmín darían al dueño del puestecillo la solemnidad y prestigio de un verdadero comerciante. Sólo obtuvo por su pelo unas cuantas monedas, pero eligió con cuidado el más fino estuche de tabaco. El perfume de las hojas arrugadas compensaba largamente el sacrificio de su pelo. Al llegar la tarde regresó el marido. Venía cantando por el camino. Traía en su mano un pequeño envoltorio: eran unos peines para su mujer, que acababa de comprar, tras vender su pipa.” ¡Ay de aquel que va al matrimonio o a una relación de pareja para recibir! NO. A casarse se va a dar, no a recibir. Pero ¡ay también de aquel esposo o esposa que durante la vida conyugal nada más da y nunca recibe o no recibe casi nada! (Caso de Tino y Alicia: “se me ha muerto mi madre, mi hermana, mi amiga”, y a los 13 días murió él).
2) El segundo antídoto es Jesucristo. Cuando una pareja de novios se va a casar, uno de los preparativos que han de hacer son las invitaciones: pensar a quién se invita por ser familia, amistad o compromiso. Una mujer, que con su marido da cursillos prematrimoniales a parejas, siempre les pregunta si invitaron a Jesucristo a su boda: ¿Lo habéis invitado? ¿Lo habéis hecho por ser de la familia, de las amistades o de los compromisos? Si lo habéis invitado, ¿dónde está sentado en la iglesia? ¿Dónde lo vais a colocar para la comida? ¿Cuándo lo vais a enseñar las fotos de la boda y del viaje de novios? ¿Cuándo lo vais a invitar a comer a vuestra casa?
Es importante que nos planteemos todos qué puesto tiene Cristo en nuestra vida, en nuestro matrimonio, en nuestra familia... El es el que puede enseñarnos verdaderamente a amar. Sabe bien de esto. Es el remedio infalible para cualquier separación y problemática matrimonial o de otro tipo.

Homilía de boda (II)

Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

Hace un tiempo me reuní con una pareja que deseba contraer matrimonio y quería que yo asistiese al mismo. Resulta que la chica era creyente y practicante, pero el chico no creía, aunque estaba bautizado. Para él le bastaría casarse por lo civil, pero ella quería hacerlo “por la Iglesia” y él consentía en ello. En esa reunión que tuvimos para preparar la boda cogí el libro del ritual del matrimonio y leímos juntos lo que iban a decir, y yo procuraba explicarles lo que significaba cada frase. Esto siempre lo hago al preparar a las parejas “a las que voy a casar”, y también lo hice con Alejandro y María. Pues bien, con aquella pareja, creyente ella y él no, llegamos a un punto del ritual de bodas en donde se lee la siguiente pregunta: “¿Estáis dispuestos a amaros y respetaros mutuamente, siguiendo el modo de vida propio del matrimonio, durante toda la vida?” El chico no creyente, de pronto, me interrogó: “Andrés, ¿qué quiere decir eso de ‘siguiendo el modo de vida propio del matrimonio’?”

Era y es una buena pregunta. Ante todo se ha de decir que hay muchas clases de amor entre las personas: 1) Amor entre padres e hijos. 2) Amor entre hermanos. 3) Amor entre amigos. 4) Amor entre párroco y feligreses. 5) Amor entre Dios y cada persona. Etc. Pero la pregunta del ritual litúrgico (‘amarse y respetarse siguiendo el modo de vida propio del matrimonio’) se está refiriendo al amor peculiar en la vida matrimonial cristiana, es decir, entre un hombre una mujer. Este amor se denomina amor esponsal. Como sabéis, estoy desde hace unos cuantos años trabajando en el Tribunal eclesiástico del obispado de Oviedo y hasta allí llegan únicamente matrimonios rotos y deshechos. Al confesionario, a la parroquia… llegan principalmente matrimonios con dificultades, pero al Tribunal los únicos matrimonios que llegan son los rotos. Allí he visto lo que no debe ser un matrimonio y lo que no debe ser un amor esponsal y, viendo y percibiendo claramente lo que no deben ser, me he convencido de lo que deben ser un matrimonio y un amor esponsal, los cuales conllevan algunos de estos aspectos:

- Igual dignidad. Esta es una premisa previa a cualquier cosa en el matrimonio y en el noviazgo. Si no existe la conciencia y el convencimiento por parte del novio y de la novia, por parte del marido y de la mujer que ambos son fundamentalmente iguales en dignidad humana, lo cual significa respeto mutuo, aceptación de la otra persona como es, el no considerarse superior al otro bajo ningún concepto… Si no se está dispuesto a vivir así en el noviazgo y en el matrimonio, entonces es mejor no engañar y decirlo claramente antes de la boda. Voy a poner algunos ejemplos, que es como mejor se entiende todo esto: hace un tiempo en un matrimonio en donde el marido trabajaba fuera de casa y traía el sueldo a casa y ella atendía las tareas del hogar, él, que siempre estaba tirando puyas contra su mujer, le dijo esta lindeza y este piropo: ‘¡Anda, cállate tú, que eres una mantenida!’ Otro piropo es cuando uno de los dos tiene un carrera universitaria y el otro no, y el que la tiene le echa en cara al otro que es un analfabeto o un inculto o se ríe de sus expresiones ante los demás. Esto no se puede dar, si existe verdadero amor esponsal entre el marido y la mujer, pues el ganar dinero o el tener títulos universitarios o cualquier otra cosa no hace que uno esté por encima del otro. En un matrimonio ambos cónyuges son iguales. La boda se celebra en una radical igualdad entre los esposos.

- Complementariedad, no clones. ¿Qué quiere decir esto? El hecho de que los esposos sean iguales en dignidad no quiere decir que sean fotocopias el uno del otro, o que sean clones, o que tengan que pensar y sentir exactamente lo mismo. NO. Los esposos son iguales en dignidad, pero dentro de la legítima diversidad de caracteres, la diversidad de formas de ver la vida, la diversidad de ideas, la diversidad de experiencias. Pues la riqueza del matrimonio consiste, en tantas ocasiones, en la unión de dos personas tan distintas, pero que son complementarias entre sí. Pues uno tiene unos valores y virtudes… y otro otros, y así, cada uno siendo como es, forma con el otro un todo mucho más perfecto que cada uno por su lado.

- Exclusividad y fidelidad. Estás características significan que en un matrimonio sólo él ama de ese modo (esponsal) a ella, y ella a él. No puede haber terceras personas en ese mismo tipo de amor y entre esas dos personas. Cuando está bien asentando el amor esponsal, surge inmediatamente la confianza; una confianza que es mutua. Atenta contra la fidelidad y contra la exclusividad del matrimonio, no sólo la traición y los ‘cuernos’, sino también la desconfianza y los celos. ¡Cuánto sufrimiento hay por estas dos cosas en tantas parejas!

Indisolubilidad. Los esposos se deciden a amarse y unirse entre sí para siempre (‘hasta que la muerte los separe’), independientemente de los avatares de la vida: ya sea en el trabajo, en la enfermedad, en las alegrías, en las pruebas. Recuerdo que hace un tiempo una señora me invitó a ver la casa que estaba construyendo su hijo, al cual después yo asistí en su celebración del matrimonio. Al ver la casa estaba allí trabajando un albañil y la mujer me presentó como el cura que iba a casar al hijo y el albañil me dijo. ‘¡Qué sea por unos cuantos años!’ ¿Cuánto tiempo va a durar el matrimonio de Alejandro y de María? No lo saben ellos, ni nosotros. Sólo Dios lo sabe. Lo que ellos pueden decir hoy es que se quieren hoy, y mañana otra vez y así. Hay que decirlo cada día.

Ayuda mutua, en donde él está para ella y ella para él, en donde hay diálogo mutuo y constante, en donde las decisiones importantes se toman de modo compartido. Voy a contaros un hecho real para aclarar esto: Caso de Laurentino y ‘yo no hago feliz a éste, a ésta’. En el matrimonio se ha de olvidar uno de sí mismo para que sólo el otro esté en el centro. Así no hay matrimonio que falle. Claro que tiene que ser mutuo, pues en caso contrario uno se convierte en una especie de esclavo del otro. El amor hacia los hijos puede funcionar en una dirección (de los padres a los hijos), pero para que funcione el amor matrimonial tiene que ser en las dos direcciones.

Sexualidad (genitalidad); es importante esto en el matrimonio. Es como el termómetro de una vida conyugal. Con frecuencia de solteros se hace frecuentemente y de casados se distancia dicha frecuencia. Siempre digo que tan pecado es hacerlo antes de la boda como no hacerlo después. Normalmente se denomina a esto “hacer el amor”. Yo distingo entre “joder” (con prostitutas, desconocidos/as), “hacer el acto sexual” (entre novios y casados que buscan más su placer físico, el cual predomina sobre el cariño y el afecto), y “hacer el amor” (donde el detalle, el cariño, se manifiesta en todos los momentos y detalles, y el coito es el culmen de ese amor esponsal).

- Hijos. Los hijos forman parte del amor esponsal, pues son la consecuencia lógica, salvo problemas particulares y graves. Este tema de la descendencia tiene una doble vertiente: la generación de la prole y la educación de los hijos. En cuanto al primer punto, en el amor esponsal, si no es egoísta, surge un fruto que son los hijos. Y, una vez que los hijos están aquí, los esposos deben continuar con su tarea, es decir, su amor esponsal, de uno para el otro, se abre a la paternidad – maternidad, que debe explayarse en la atención, cuidado y educación de la prole.

Para nosotros, que somos hombres de fe, sabemos que el origen, medio y meta de este amor esponsal es Dios. Cuando los esposos basan este amor mutuo en la mera atracción física, en la mutua simpatía y en las aficiones comunes, en el pensar igual…, llega un día que esto se acaba, o llega un día en que este amor por sí solo no basta para alimentar y sostener el matrimonio, o llega un día en que otra persona cumple mejor estas expectativas que la pareja que tengo a mi lado. Por eso, nosotros sabemos que es Dios quien nos enseña cómo amar esponsalmente y quien alimenta continuamente este mutuo cariño. Ante él os casáis y ante él dais la promesa de matrimonio, y así queréis pedir su ayuda.

Dios ayude a Alejandro y a María, ya todas los matrimonios a vivir este amor esponsal.

Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario (C)

10-10-2010 DOMINGO XXVIII TIEMPO ORDINARIO (C)

2 Re. 5, 14-17; Slm. 97; 2 Tim. 2, 8-13; Lc. 17, 11-19



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

1) Existe un texto del evangelio de San Juan que dice así: “En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: -No perdáis la calma; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias, y me voy a prepararos sitio” (Jn 14, 1-2). Si en la casa de Dios Padre hay muchas estancias, eso significa que cada estancia tiene una puerta, por lo menos, y, como hay muchas estancias, también hay muchas puertas. Y, si existen muchas puertas, es que igualmente existen muchas maneras de entrar en la casa de Dios.

A medida que transcurre nuestra vida, pasamos ante distintas puertas de la casa de Dios. Conozco a personas que han entrado por una puerta a la casa de Dios a una edad muy temprana; otros también, pero luego se salieron y retornaron muchos años más tarde. Unos entraron en unas circunstancias y otros en otras. Unos entraron por una puerta y otros por otra, pero todos, de un modo u otro, en un momento u otro, han entrado en la casa de Dios y están en una de sus muchas estancias.

No perdamos esto que acabo de decir de vista, pues luego tendremos que volver sobre ello a fin de averiguar si cada uno de nosotros ha entrado ya en la casa de Dios o está entrando, y por qué puerta ha entrado o está entrando.

2) Una de las puertas para entrar en la casa de Dios es la de la enfermedad y la del sufrimiento. En la primera lectura de hoy y en el evangelio se nos presentan los casos de los leprosos. Ya alguna vez he hablado aquí de esta terrible enfermedad y lo que suponía en tiempos de Jesús contraer la lepra.

* En la primera lectura se nos habla de Naamán, un general sirio enfermo de lepra. Había oído decir que en Israel existía un profeta que curaba en el nombre de Dios todo tipo de enfermedades. Para allá fue Naamán con una carta de recomendación de su rey para el rey de Israel. Naamán fue cargado de oro y de riquezas para pagar el “trabajo” del profeta. Eliseo, el profeta, le dijo desde la puerta de su casa, sin verlo ni recibirlo ni hacer los honores a un general del reino más poderoso de aquella zona y de aquella época, que se fuera a lavar a un río de allá cerca. Naamán se enfadó muchísimo y se quiso marchar para su país por donde había venido. Pero sus sirvientes le convencieron para que obedeciese al profeta. Finalmente cedió “y se bañó siete veces en el (río) Jordán […] y su carne quedó limpia de lepra, como la de un niño”. En aquel momento Naamán regresó a casa de Eliseo y le dijo: “Ahora reconozco que no hay dios en toda la tierra más que el de Israel […] En adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios de comunión a otro dios que no sea el Señor”.

Para Naamán la puerta de entrada a una de las estancias a la casa de Dios fue su lepra, su enfermedad. Seguramente Dios le había invitado muchas veces, a lo largo de su vida, a entrar en su casa, pero la soberbia que tenía Naamán en su corazón le impidió reconocer la puerta de la casa de Dios y la llamada de éste, y atravesar dicha entrada. Cuando estuvo enfermo de lepra, Naamán seguía lleno de soberbia; hasta que no se desprendió de esa soberbia no pudo reconocer esa puerta de Dios y entrar a través de ella. Naamán tuvo que ser purificado por Dios y por la enfermedad de su soberbia y de sus seguridades para poder entrar en la casa de Dios.

* En el evangelio se nos narra el caso de diez leprosos. Cada uno de estos tendría su historia personal. Nada de esto nos es dicho por el evangelio. Seguramente tendrían su profesión, su familia, sus amistades…, pero todo esto quedó en nada al aparecer la lepra en sus cuerpos. En cada uno de ellos hubo un proceso de deterioro físico y psicológico. Seguro que hubo momentos de maldecir y blasfemar contra Dios, hasta que los diez ya agotados y derrotados, hundidos bajo su miseria y bajo su enfermedad, que les acercaba a la muerte de día en día y con gran rapidez, clamaron a Dios a través de su Hijo: “Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros”.

Con esta súplica y con la consiguiente curación de Jesús, los diez entraron un poco en la casa de Dios, pero nueve se quedaron en la estancia más cercana a la salida. Se conformaron con una curación física y… hasta la próxima vez. Mas hubo uno que quiso entrar más profundamente en la casa de Dios, en otra estancia; quiso atravesar otra puerta. Por eso, éste regresó a dar gracias y se echaba a los pies de Jesús con humildad. Por eso, Jesús certifica que está curado de la lepra, pero que su fe, su ansia de un Dios más pleno y verdadero le ha salvado. Y este hombre entró en otra estancia de la casa de Dios.

3) Y ahora sí; ahora es momento de ver nuestra propia historia personal y recordar las veces que Dios nos ha salido al encuentro, nos ha invitado a entrar en su casa. Hemos de examinarnos si hemos entrado, cuándo hemos entrado y cómo hemos entrado. O si todavía estamos, más o menos, cercanos a la puerta y con ganas o no de entrar.

Hemos de darnos cuenta que todos nosotros evolucionamos. La vida y las circunstancias nos hacen cambiar: + Un libro que ahora no lo soportamos, más adelante nos parece de lo mejor. + Una persona que nos parece aburrida o indiferente, al cabo de unos años la encontramos de lo más interesante y pasa a ser uno de nuestros mejores amigos. + Unas palabras que hace años nos resbalaron, hoy nos hacen un gran bien o nos hacen cambiar nuestra vida. + Una religión y un Dios enemigo o que no nos decían nada, hoy son el centro de nuestra vida y lo que nos hace vivir. (Todo esto que os digo no son meras suposiciones, sino realidades que yo he ido encontrando a lo largo de mi vida, en mi mismo o en otras personas).

Dios sabe todo esto y sabe que necesitamos un tiempo para madurar, para crecer, para ver las cosas al modo de Dios. El otro día me decía una persona que hace unos años estaba resentida contra sus padres, contra la vida por el daño que le habían hecho. Hoy, sin embargo, gracias a la acción de Dios en su espíritu está en paz con sus padres, con tantas personas que se han cruzado en su camino y sabe que todo eso era necesario para su crecimiento espiritual y para su acercamiento a Dios.

* ¿Qué hubiera sido de Naamán si no hubiera tenido la lepra, si no le hubieran hablado de un profeta israelita que curaba las enfermedades, si no hubiera hecho caso a sus sirvientes y obedecido al profeta, si no hubiera entrado en la humildad? Pues que seguramente no hubiera entrado por la puerta a la casa de Dios, a una de sus estancias.

* ¿Qué hubiera sido de los diez leprosos si la enfermedad no les hubiera transformado hasta suplicar la curación del único que podía dársela: Jesús?

* ¿Qué sería de nosotros si Dios no nos hubiera ido transformando (y lo que nos queda) hasta reconocerlo y querer entrar a su casa por la puerta que ponía a nuestro lado?

Domingo XXVII del Tiempo Ordinario (C)

3-10-2010 DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO (C)

Hab. 1, 2-3; 2, 2-4; Slm. 94; 2 Tim. 1, 6-8.13-14; Lc. 17, 5-10

ORACION (y IV)



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

Aunque habría aún muchas más cosas que explicar sobre la oración, sin embargo, con la homilía de hoy voy a cerrar el ciclo relativo a este tema.

Ya estamos haciendo oración. Porque al principio la hacemos para después empezar a percibir que recibimos la oración. Y ahora, ¿qué pasa? No tenemos que ser ilusos. Como os decía hace tiempo, al empezar a orar lo más normal es que no percibamos nada: Sta. Teresa de Jesús estuvo en torno a 20 años aburriéndose en la oración y contando baldosas y verjas, mientras estaba “oficialmente” en oración; tenía que ayudarse de un libro para concentrarse, para no aburrirse, para no marchar de allí inmediatamente. Yo estuve durante 3 años haciendo más o menos 5 minutos diarios (y no todos los días) sin percibir nada. Estos 3 años los pasé con lectura, con sacrificios, con insistencia y luchando por no pecar y por hacer el bien. Sólo recuerdo el caso de una mujer italiana que no tenía oración de meditación, vino a hablar conmigo y le dije cómo tenía que hacerlo y le “funcionó” en ese mismo momento (es decir, sintió al Señor instantáneamente). Si sorprendida se quedó ella, más sorprendido estaba yo, pues esto no es lo habitual. En efecto, en la oración encontramos aburrimiento, inapetencia, dudas, ganas de dejarlo, sensación de estar perdiendo el tiempo, tentaciones; nos sentimos mal, porque somos capaces de dedicar 1 hora ó 2 horas a la tele y no somos capaces de dedicar 2 minutos a Dios. En estos primeros momentos de inicio del camino de una oración meditada nos suceden algunas de las cosas que S. Ignacio de Loyola describía al hablar de la desolación en sus famosos apuntes sobre los ejercicios espirituales. Decía él que la desolación era “como oscuridad del alma, turbación en ella, inclinación hacia las cosas bajas y terrenas, inquietud de varias agitaciones y tentaciones, moviendo a desconfianza, sin esperanza, sin amor, hallándose toda perezosa, tibia, triste y como separada de su Creador”. La desolación se presenta siempre en la vida de un cristiano, en oración y fuera de ella, y ¡ay del que no pasa por ella! La desolación fue experimentada por Cristo y por todos los santos y los cristianos de todos los tiempos. Es necesaria esta desolación a fin de que seamos purificados. Dios, en su maravillosa pedagogía, nos va llevando a Él y con Él a través de oscuridades y luces, de soledades y compañías, de tentaciones permitidas y de presencias que nos rescatan de esas sensaciones, de pecados y de perdón… La purificación de Dios nos quita los pecados, las imperfecciones, las seguridades en las cosas que no son Dios. La purificación nos vacía de nosotros mismos para que ese vacío sea llenado únicamente por Él. “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20).

Pero en la oración también percibimos paz, alegría, aumento de fe; en definitiva, la consolación. Decía S. Ignacio de Loyola en sus apuntes sobre los ejercicios espiritualeshaciendo oracinta para la oraci pr padre, y vete a la tierra que yo te indicar: “Llamo consolación espiritual cuando en el alma se produce alguna moción interior, con la cual viene el alma a inflamarse en amor de su Creador; y asimismo, cuando ninguna cosa criada sobre la faz de la tierra puede amar en sí, sino en el Creador de todas ellas. Asimismo, cuando derrama lágrimas que mueven a amor de su Señor, sea por el dolor de sus pecados o por la pasión de Cristo, o por otras cosas directamente ordenadas a su servicio y alabanza. Finalmente, llamo consolación todo aumento de esperanza, fe y caridad, y toda alegría interna que llama y atrae a las cosas celestiales y a la propia salud del alma, aquietándola y pacificándola en su Creador.” Estar consolados es percibir claramente en nuestro espíritu cómo se cumple en nosotros las palabras del profeta Oseas: “Esto dice el Señor: Yo la cortejaré, me la llevaré al desierto, le hablaré al corazón […] Me casaré contigo en matrimonio perpetuo […], y te penetrarás del Señor” (Os. 2, 16.21.22b).

Llegados a este punto, creo que ya nos hemos dado cuenta todos que para caminar en la oración, para entender el estado en que uno se encuentra y lo que ha de hacer en cada caso, es totalmente necesario conseguir un maestro de oración, alguien que nos oriente, nos anime y al que podamos ir a contar cada mes, más o menos, cómo nos va, es decir, para hacer un discernimiento de lo que nos pasa en la oración y en la vida de fe y por qué nos pasa. Para más encarecer la necesidad de un maestro de oración utilizaré las mismas palabras de S. Juan de la Cruz: “- El que solo se quiere estar, sin arrimo de maestro y guía, será como el árbol que está solo y sin dueño en el campo, que, por más fruta que tenga, los caminantes se la cogerán y no llega­rá a madurar. - El alma sola, sin maestro, que tiene virtud, es como el carbón encen­dido que está solo; antes se irá enfriando que encen­diendo. - El que a solas cae, a solas está caído y tiene en poco su alma, pues de sí solo la fía.”