Domingo VI del Tiempo Ordinario

Este domingo que viene estaré en Alemania, por lo que no publicaré la homilía. Si Dios quiere, nos volveremos a "ver" al domingo siguiente.
Andrés Pérez

Domingo V Tiempo Ordinario (A)

6-2-11 DOMINGO V TIEMPO ORDINARIO (A)

Is. 58, 7-10; Slm. 111; 1 Cor. 2, 1-5; Mt. 5, 13-16



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

En el evangelio de hoy Jesús nos muestra qué es ser cristiano y lo hace utilizando tres parábolas: sal de la tierra, luz del mundo y ciudad visible en lo alto de un monte.

- Voy a basar la homilía sobre la imagen primera usada por Jesús. La sal es un elemento muy familiar a cualquier cultura. Se ha empleado desde siempre para dar sabor a la comida y, hasta la aparición del frío industrial, era prácticamente el único medio para preservar a los alimentos de la corrupción, especialmente la carne. Además, en la cultura judía y bíblica la sal significaba también la sabiduría. De hecho en las lenguas que se derivan del latín los vocablos sabor, saber y sabiduría pertenecen a la misma raíz semántica. Con lo dicho hasta ahora y comúnmente sabido por todos los israelitas, era normal que las palabras de Jesús fueran enseguida comprendidas por todos los que le escucharon. Releemos las palabras del evangelio: “Dijo Jesús a sus discípulos: vosotros sois la sal de la tierra”. Por todo ello, la sal tiene una gran fuerza significativa para expresar la tarea del discípulo de Cristo dentro de la sociedad:

* La sal es sabor. La presencia discreta de la sal en la comida no se detecta; en cambio su ausencia no puede disimularse. La sal se disuelve por completo en los alimentos y se pierde en sabor agradable. Ésta es la condición de la sal: pasar desapercibida, pero actuar eficazmente. Así ha de ser la tarea de un cristiano en el mundo: ser sal de la tierra, sal humilde, fundida, sabrosa, que actúa desde dentro, que no se nota, pero que es indispensable.

* La sal conserva. Sí, la sal preserva los alimentos y evita que se pudran, ya que la sal mata a los gérmenes que pueden dañar tales alimentos. ¡Cuánta hambre ha quitado la sal al haber conservado tantos comestibles, como el pescado o la carne! Así ha de ser el cristiano, como esa sal pletórica de capacidades para conservar la comida para los otros; igualmente el cristiano ha de ser como esa sal pletórica de capacidades para identificar los gérmenes y acabar con ellos, antes de que ellos acaben las semillas de Dios en los hombres.

* La sal significa sabiduría. Antes de la reforma del rito del bautismo auspiciada bajo el Concilio Vaticano II se ponía al recién bautizado un poco de sal en la boca. Con esto se quería significar que el sacramento del bautismo otorgaba el gusto por las cosas de Dios. Sólo gusta de las cosas de Jesús el que es sabio ante Dios.

Es Jesús la verdadera sal de Israel, de toda la tierra, de todo el universo, del pasado, del presente y del futuro. Es Jesús verdadera sal, ya que Él es quien da verdadero sabor a todos los hombres. Suavemente se va introduciendo en el corazón de los hombres y da sentido a sus vidas.

Jesús es verdadera sal, puesto que Él conserva al hombre por entero y no deja que los gérmenes del pecado le destruyan.

Jesús es verdadera sal, que nos da sabiduría eterna y nos da el gusto por las cosas de Dios. Jesús nos da la verdadera sabiduría, nos hace distinguir lo que vale de lo que no vale, lo bueno de lo malo.

- ¿Qué sucede cuando la sal se vuelve sosa y se estropea? Si la sal se volviera sosa, no serviría de nada. La sal… sirve o no sirve. No admite términos medios. Las palabras de Jesús en el evangelio son terribles: “Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente”.

- ¿Soy yo sal de la tierra? Es decir, ¿cumplo con la tarea que Jesús me encomendó de ser sal: dar sabor en los hombres, de preservar y de conservar a los hombres alejándoles del mal, de darles la sabiduría auténtica y eterna?

El otro día me decía un seminarista que le gusta mucho hablar con la gente, escuchar a la gente. Me decía este seminarista que la Iglesia tenía que cambiar en muchas cosas, que la Iglesia no estaba con los tiempos actuales. Me decía este seminarista que, al hablar con la gente y escucharla, le daba la razón a esta gente en muchas cosas, aunque ello fuese en contra del criterio y de la doctrina de la Iglesia. Entonces esta gente aplaudía al seminarista, porque era moderno y tenía realmente los pies en el suelo.

Cuando una persona creyente, sea seminarista, seglar, religiosa o sacerdote, escucha a la gente, a la sociedad que nos rodea, la televisión, la radio o lee los periódicos y sus opiniones son directamente contrarias a la doctrina de la Iglesia… ¿A quién tiene que hacer caso y seguir el creyente: a la gente o a la Iglesia, a la sociedad o a la Iglesia? Esta misma pregunta se la hice al seminarista y le contesté yo mismo la pregunta: le dije que el hombre de fe debía de escuchar a la gente, pero, antes de responder o de tomar partido, tenía que escuchar a Dios. La gente espera de nosotros respuestas de Dios, no respuestas que nos hacen quedar bien con ellos o respuestas que son una repetición de lo que ellos ya piensan.

Hace años leí un libro de una mujer española: Lilí Alvarez. Ella fue una famosa deportista española allá en la primera mitad del siglo XX. Ella era una mujer de fe. Escribió un libro y en una de sus páginas decía que iba a distintos templos a escuchar a los sacerdotes y, cuando no le daban “sal auténtica”: sal de sabor de Cristo, sal de conservación del alimento de Dios y preservación del mal, sal de sabiduría divina, decía ella: “nada, aquí no hay nada”, y se marchaba.

¿Soy sal de la tierra, soy sal de Jesucristo para los demás? Lo seré cuando se cumpla en mí el salmo 111 y la profecía de Isaías que acabamos de escuchar:

- Repartir limosnas y compartir los bienes. Partir el pan con el hambriento.

- Tener caridad para con todos en las palabras, en los gestos, en las acciones.

- No temer las malas noticias, pues nuestro corazón está firme en el Señor.

- Desterrar de mi vida la opresión hacia los otros, las malas palabras hacia los otros.

- Vestir al desnudo…

Que así sea

Domingo IV del Tiempo Ordinario (A)

30-1-11 DOMINGO IV TIEMPO ORDINARIO (A)

Sof. 2, 3; 3, 12-13; Slm. 145; 1 Cor. 1, 26-31; Mt. 5, 1-12a



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

Si sabéis algo de la sábana santa de Turín, recordaréis que hubo una sorpresa mayúscula cuando fue fotografiada por vez primera, creo que hacia finales del siglo XIX. En efecto, hasta esa primera fotografía siempre se había venerado esta tela como el lienzo que había cubierto el cuerpo de Jesús una vez que se le bajó de la cruz y luego se le depositó en el sepulcro. En la sábana se veían algunas manchas resecas de sangre y poco más, pero, al ser fotografiada la sábana santa e ir a revelar dicha foto, se vio claramente en el negativo la imagen de un hombre entero, por delante y por detrás, y las heridas que tuvo en la cabeza, en los pies, en las manos, en el costado, en las rodillas… ¡Dicho descubrimiento fue algo extraordinario! Pues eso mismo pasa en lo que nos rodea: y es que la realidad puede ser vista por el lado positivo, pero también por el lado negativo. Existen partes de dicha realidad que no son conocidas por el lado positivo, pero sí por el negativo, y viceversa. Y os estaréis preguntando a qué viene esta introducción. Aquí va la respuesta: podemos ver la realidad de lo que nos pide Jesús en las bienaventuranzas que acabamos de escuchar comparándolo con las “bienaventuranzas” que nos ofrece el mundo y la sociedad que nos rodea.

* En efecto, esta sociedad nos presenta, en muchos casos, una sociedad del papel cuché de las revistas del corazón. Veamos lo que nos ofrece el mundo y lo que éste nos propone como deseable para conseguirlo (se abre una revista del corazón [Hola, Semana, Pronto, Ana Rosa…]; vale de cualquier fecha, y miramos y leemos): casas maravillosas, amplias, con buenos muebles y bellamente decoradas; mujeres jóvenes, bonitas, delgadas, ricas, famosas y bien vestidas; todo sonrisas y alegría; parece todo fácil y natural; ¿quién tuviera de todo eso? Sí, este mundo nos dice a voz en grito:

- Bienaventurados los ricos, porque no pasan ninguna necesidad material y pueden comer lo que quieran, vestirse cómo quieran y a la última moda, darse todos los caprichos que quieran, hacer viajes por todo el mundo y tener varias veces vacaciones al cabo del año.

- Bienaventurados los famosos, porque todo el mundo les conoce, les saluda, les invita, les honran, les tratan bien, salen cada dos por tres en la televisión o en los periódicos o en las revistas. ¿Quién fuera famoso como Belén Esteban y poder vivir y ganar dinero como ella hace?

- Bienaventurados los que tienen esos cuerpos jóvenes, sanos, bellos, delgados, porque todo el mundo trata mejor a los guapos que a los feos, a los delgados que a los gordos, a los jóvenes que a los viejos…

- Y podríamos seguir con más cosas, pero vamos a dejarlo aquí.

* Hasta ahora hemos hablado de una de las caras de la moneda. Vamos ahora a ver el otro lado. Las bienaventuranzas son en labios de Jesús una invitación, no un imperativo; pero es una invitación de tal alcance y categoría que constituye la norma base de conducta moral para el cristiano. En las bienaventuranzas están contenidas las actitudes personales que han de dar a todo discípulo de Cristo, y no sólo a una minoría selecta. La práctica de las bienaventuranzas constituye la línea divisoria entre el auténtico seguidor de Cristo y el cristiano sociológico, de número o herencia familiar. Sólo quien las practica entiende las bienaventuranzas, porque son paradójicas y suponen una inversión total de los criterios al uso: son el mundo al revés.

La vida, ejemplo y conducta de Jesús son, en definitiva, la clave más auténtica de interpretación de las bienaventuranzas. Él fue pobre y sufrido, tuvo hambre y sed de justicia, fue misericordioso y limpio de corazón, trabajó por la paz y la reconciliación, fue perseguido y murió por causa del bien y por amor al hombre. De esta forma encarnó en su persona las actitudes básicas del Reino que preconizan las bienaventuranzas, y éstas se convierten para el discípulo en programa real y posible del seguimiento incondicional de Cristo.

En efecto, Jesús nos dice (en esta ocasión sólo hablaré de dos de las bienaventuranzas):

- “Bienaventurados (dichosos-felices) los que lloran, porque ellos serán consolados”. Las lágrimas forman parte del ser humano, sobre todo de los niños. Es difícil ver llorar a un adulto; es difícil que lloremos, sobre todo algunas personas, y más en público. Aquí Jesús, con esta bienaventuranza se refiere a las lágrimas causadas por el dolor y por el sufrimiento. Quienes lloran por ello están tristes. Pues a estos que lloran así, Dios mismo los consolará. Nos los dice Jesús en este texto y lo leemos también en el Apocalipsis: “Dios mismo estará con ellos. Enjugará las lágrimas de sus ojos y no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor” (Ap. 21, 3b-4). Y en muchas ocasiones Dios nos usará a muchos de nosotros para enjugar las lágrimas de otros, para consolar a otros[1], y para decirles que son dichosos y felices, pues sus lágrimas les hacen merecedores del consuelo de Dios.

Estas palabras no son ninguna invención. Yo he sido testigo de este consuelo que Dios entrega y reparte entre tanta gente, que se acerca a Dios con confianza.

- “Bienaventurados (dichosos-felices) los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”. A esta bienaventuranza le doy la vuelta. No es que, porque soy misericordioso con los demás, Dios me conceda posteriormente su misericordia a mí. No, sino que primero la misericordia de Dios me llena y me transforma, y sólo así puedo tener misericordia de los demás y con los demás, lo merezcan o no. ¿Merezco yo que Dios tenga misericordia de mí? Si miro a mis pecados, fallos y deslealtades, he de decir: rotundamente no; pero, a pesar de todo, Dios tiene misericordia de mí, no por lo que ve en mí, sino por el amor infinito que hay en Él. Pues del mismo modo, yo he de tener misericordia de los demás, no por lo que vea en ellos o porque lo merezcan, sino por el amor que Dios ha sembrado en mi corazón.

Sin embargo, tener misericordia con los otros no significa ser pusilánime con ellos o ser consentidor de todo lo que otros digan o hagan, o dejen de hacer o dejen de decir. No. Tener misericordia es buscar su bien, pero el bien objetivamente hablando y no subjetivamente hablando. En efecto, puede ser que lo que me pida una persona no es lo mejor para ella, o que lo que se le diga no le guste en un primer momento, pero sí que le viene bien posteriormente. Por eso dice Jesús: “A los que yo amo los reprendo y los corrijo; sé ferviente y enmiéndate” (Ap. 3, 19). Sí, la misericordia y la caridad para con los demás es buscar y procurar en ellos la voluntad de Dios y su bien, y no lo que deseen o quieran. La imagen más perfecta de esto yo la veo en la acción de los padres con sus hijos, cuando los están educando: tienen misericordia al amarlos, pero también al corregirlos, que es una de las modalidades del amor auténtico.

Lo contrario de la misericordia es la dureza de corazón. Lo contrario de la dureza de corazón es la misericordia. ¡Ojala Dios nos conceda no tener un corazón duro, sino que nuestras entrañas tengan misericordia y caridad hacia los que nos rodean! ¡Es tan fácil endurecer el corazón!



[1] “Consolad, consolad a mi pueblo dice vuestro Dios” (Is. 40 1).

Domingo III del Tiempo Ordinario (A)

23-1-2011 DOMINGO III DEL TIEMPO ORDINARIO (A)

Is. 9, 1-4; Slm. 26; 1 Cor. 1, 10-13.17; Mt. 4, 12-23



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

El evangelio que acabamos de escuchar hoy termina con estas palabras de Jesús: “Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos”. Y quisiera fijarme hoy en la primera de las palabras dichas por Jesús: “Convertíos…”. Ya he hablado en otras ocasiones de la conversión, que ha de estar presente en todos los cristianos, pero he puesto en esos momentos más el énfasis en una conversión… personal e individualizada. Hoy, sin embargo, quisiera predicar algunas ideas sobre la conversión comunitaria.

- Pecado comunitario. Antes de hablar sobre la conversión comunitaria hemos de hacer mención del pecado colectivo o comunitario. Estamos demasiado acostumbrados a pensar en el pecado como realidad personal, pero también existe un pecado estructural o social, el cual está compuesto por los pecados personales de todos los que formamos la sociedad, pero, además, dicho pecado estructural sobrepasa y va más allá del pecado individual. Sí, existe también un pecado colectivo o social; el mal de los hombres alcanza a las empresas, a las naciones, a las instituciones, a los mercados…:

* A principios de 1980 había un chico que estaba cumpliendo el servicio militar en Oviedo, concretamente en el cuartel del Milán, hoy convertido en gran parte en centro universitario. Este chico era chapista y pintor de coches de profesión, y lo destinaron, después de la jura de bandera, al parque móvil del cuartel. Se ocupaba de la reparación de los vehículos militares, En la práctica este soldado y otros con su misma profesión arreglaban los coches particulares de los mandos con… material del ejército y con mano de obra del ejército, y todo ello le salía gratis a los mandos. Asimismo, cuando a los mandos se les acababa la gasolina, entraban en el cuartel y llenaban el depósito con la gasolina del ejército y, por supuesto, todo ello gratis. Era normal este comportamiento y no creaba mayor problema, pues estaba perfectamente asumido por todos: mandos superiores, medios y soldados. Todo el mundo “chupaba” lo que podía.

* Cosas parecidas sucedían en la ENSIDESA: un ingeniero que trabajaba en la empresa estatal montaba otra, en este caso una empresa privada. Dicho ingeniero certificaba que determinados laminados que salían de los hornos altos de ENSIDESA estaban defectuosos (cosa que era falsa) y se vendían entonces como chatarra a la empresa de su propiedad, y esta empresa revendía el laminado de nuevo a la ENSIDESA como material de primera calidad. El negocio era redondo. Y esto que hacían los de arriba, lo hacían los de abajo en otras cosas o a otros niveles: herramientas, toallas, fundas, horas no trabajadas…

* Hacia 1999 me enteré que Telefónica procuró prejubilar a empleados suyos entre 51 y 57 años de edad, que tenían buenos sueldos y quinquenios. En su lugar contrató a chicos bien preparados, pero firmando con ellos contratos basura. El negocio era redondo. Esta modalidad de la prejubilación (echar a gente para casa en pleno vigor para producir y con buenos sueldos) ha sido mayoritariamente usada, y de tal manera que Toxo (líder del sindicato obrero de CC.OO.) acaba de reconocer este lunes pasado, que la modalidad de la prejubilación ha sido usada frecuentemente y no de un modo correcto en estos años anteriores.

* Por otra parte, existen situaciones injustas a nivel mundial, como la acumulación excesiva de bienes materiales en manos de unos pocos y, por ello, otros muchos pasan hambre, desnudez, enfermedad, falta de vivien­da y trabajo. Pensemos que el 20 % de la población mundial tenemos el 80 % de la riqueza[1]. Y de ese 20 %, la mayoría somos cristia­nos, al menos de bautismo. Existe acaparamiento de poder por unos pocos que gobiernan a la mayoría: los ocho países más ricos de la tierra (sus gobiernos y empresas internacionales) deciden cómo va a ser la economía del mundo. Asimismo existe un interés de unos pocos por detener injustamente el desa­rrollo integral de los demás. Por ejemplo, mediante la expulsión de misioneros y matanzas de catequistas por ayudar y culturizar a las gentes.

Pienso que, con estos ejemplos, ha quedado un poco más claro lo que se ha de entender por pecado colectivo, o social, o estructural, o comunitario. Este modo de actuar está tan asumido por la sociedad o por gran parte de ella, que forma parte del pensamiento y del comportamiento habitual de las personas que componen dichos organismos o instituciones. Y quien no quiere seguir este modo de obrar es tachado de loco o visionario.

- Conversión comunitaria. Frente a este tipo de comportamiento y de pensamiento provocado por el pecado estructural, los cristianos no podemos estar con las manos quietas, no podemos ser unos cristianos tibios; no podemos decir: “Yo no robo ni mato”. Si yo no lucho contra ese pecado que hay en mí mismo, en mi pueblo, en mi ciudad, en España, en el mundo entero, entonces yo estoy ayudando a perpetuar en la sociedad ese pecado estructural y en alguna medida soy responsable igualmente de dicho pecado. Ya sabéis el refrán: “tanto peca el que mata, como el que tira de la pata”. Recuerdo que, teniendo yo 22 años, fui a trabajar a Suiza para pagarme los estudios del Seminario. Allí conocí a varias personas en la Misión Católica Española. Entre estas personas había una mujer de unos 40 años que no tomaba nunca Coca-cola, cuando íbamos después de la Misa a tomar algo. Recuerdo que le pregunté que por qué no tomaba esa bebida y me contestó que se lo impedía su moral. Esta mujer estaba en contra del imperialismo estadounidense y decía que no podía alimentarlo pagando una Coca-cola y bebiéndosela. A mí me extrañó entonces su postura, pero después entendí lo que quiso decir y lo que hacía, y me pareció de lo más coherente, al menos, en ese punto.

Sí, Cristo nos llama en el evangelio de hoy a la conversión: Convertíos…”. La conversión personal del cristiano tiene siempre una dimen­sión comunitaria y, por lo tanto, la conversión evangélica de cada fiel está reclamando e implicando una conversión y renovación de la humanidad, del mundo y de la Iglesia. Como hay una solidaridad en el pecado, hay también una solidaridad en la conversión. La conversión personal no puede dejar de incluir la comunitaria y estructural. La auténtica conversión interior hace necesariamente también referencia a la sociedad y a la estructuras. Es preciso, en este punto advertir con claridad sobre el peligro de ciertas tenden­cias proclives a la privatización de la conversión, así como de otras que no valoran suficientemente la conversión interior y fijan unilateralmente su atención en la transformación de las realidades estructurales. La Iglesia considera importante y urgente la edificación de estructuras más humanas, más justas, más respetuosas de los derechos de la persona; pero es consciente de que, aún las mejores estructuras, se convierten pronto en inhuma­nas, si las inclinaciones inhumanas del hombre no son saneadas, si no hay una conversión de corazón y de mente por parte de quienes viven en esas estructuras o las rigen.

Ya para terminar, si me lo permitís, os impongo la tarea (y a mí mismo también) de examinar en esta semana qué estructuras de pecado estoy yo apoyando en mi entorno con mi comportamiento, con mi pensamiento, con mis palabras, y cuáles debieran de ser los frutos que yo debería dar para hacer realidad esa conversión comunitaria, que Jesús nos pide hoy en el evangelio.



[1] Digo “tenemos”, porque nosotros, los que aquí estamos, mayormente pertenecemos a este 20 % de ricos a nivel mundial.

Domingo II del Tiempo Ordinario (A)

16-1-2011 DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO (A)

Is. 49, 3.5-6; Slm. 39; 1 Cor. 1, 1-3; Jn. 1, 29-34



Homilía de audio en MP3

Queridos hermanos:

Pasadas las fiestas navideñas iniciamos el tiempo ordinario y en él estaremos hasta el 9 de marzo que, al ser Miércoles de Ceniza, inicia el tiempo cuaresmal.

La Iglesia nos presenta esta semana para orar y para reflexionar el evangelio que acabamos de escuchar. Juan Bautista da testimonio de Jesús y nos lo dice a nosotros para que lo sigamos. Básicamente Juan Bautista hace tres afirmaciones sobre Jesús:

- Jesús “es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Esta es una frase que se repite en varias ocasiones en la Misa. A la hora de profundizar en esta afirmación hay que fijarse en las dos partes de la frase. De esta frase se puede concluir, entre otras cosas, lo siguiente: 1) Jesús nos quita los pecados. Los protestantes dicen que Dios se tapa la cara para no ver nuestros pecados o los tapa con una sábana o una manta. Con esta explicación habría que decir que existe un perdón por parte de Dios hacia nuestros pecados, pero ellos siguen existiendo. Los pecados son eternos y nunca desaparecen. De este modo se haría buena esa frase de “perdono, pero no olvido”. Sin embargo, nosotros, los católicos, creemos que Dios nos perdona realmente los pecados y su perdón es tan radical que nos los quita, pero no para quedárselos Él o para guardarlos en el sótano de los pecados, sino que realmente nos los quita y los hace desaparecer para siempre. 2) Jesús quita el pecado del mundo. Jesús no sólo perdona los pecados personales de cada uno de nosotros, sino que destruye todo lo negativo, lo oscuro, lo pecaminoso y el egoísmo existente en la creación. Antes de Jesús estábamos encerrados en un hueco sin salida. Después de Jesús ese hueco se convierte en una cueva con salida al exterior. Por mucho mal que haya en el mundo, por muy negativo que sea todo, nosotros sabemos que hay esperanza para el hombre, para el mundo, para la creación entera. Cristo es la victoria sobre el pecado. Él es nuestro liberador y salvador. 3) Jesús es el Cordero de Dios. La salvación, el perdón de los pecados, la esperanza que Cristo nos trae… a Él no le sale gratis. Jesús, como Cordero, muere degollado y con su sangre nos salva a todos nosotros. Hay una imagen que sale con mucha frecuencia en la imaginería cristiana y es representar a Jesús cómo un pelícano que, no teniendo comida para dar a sus polluelos, él mismo se hace sangre con su pico y, de esa sangre que mana de su pecho, alimenta a sus crías.

- Jesús “es el que ha de bautizar con Espíritu Santo”. El domingo pasado os comentaba que el bautismo de los cristianos se hace con agua. Sí, es así, pero no sólo con agua, sino también con Espíritu Santo. El agua limpia, purifica, sacia la sed. El Espíritu Santo es representado en muchas ocasiones como una paloma, pero otras como fuego: por ejemplo, las lenguas de fuego que el día de Pentecostés se posaron sobre los apóstoles (Hch. 2, 3). En efecto, los tocados por el Espíritu de Dios son transformados: los cobardes se convierten en valientes, los ignorantes en sabios, los que tienen dudas en personas confiadas totalmente en Dios, los tibios en fervorosos, los pecadores en santos, los que siempre se andan quejando y haciéndose las víctimas en personas con fuerza interior y comprensivas para los demás, los iracundos en personas llenas de paz, los pobres en ricos y los ricos en pobres, los que murmuran de los demás en personas que ven claramente sus propios fallos y no tienen tiempo de pararse en los fallos de los demás… ¿Habéis sido bautizados alguna vez con Espíritu Santo? ¿Habéis tenido en alguna ocasión experiencia de todo esto que os estoy diciendo?

Voy a confesaros una idea que me ha venido rondado con mucha frecuencia en estos días de Navidad. De poco sirve que yo os predique un domingo, si durante la semana no tratamos (yo incluido) de llevar esto a la práctica de algún modo. De poco sirve saber y conocer toda la teología y las maravillas de Dios, si sólo nos quedan en la cabeza y no las ponemos por obra. De poco sirve que Dios sea lo más maravilloso que hay en el mundo entero, si yo no le dejo entrar en “mi casa”, o sea, en mí mismo. Y es que tengo miedo que seamos unos “cristianos patos”. ¿Sabéis que es un “cristiano pato”? Fijaros en los patos: se meten en el agua, pero tienen un plumaje predispuesto de tal manera que, al salir del agua, los patos se sacuden y ni una gota de agua les ha mojado interiormente. Sus plumas les preservan del agua. Así podemos ser nosotros: Venimos a Misa, u oramos, o Dios nos rocía con sus gracias a todas horas…, y nosotros nos sacudimos y quedamos completamente secos, como un pato recién salido del agua, el cual está tan seco como otro pato que aún no ha entrado en el agua. Por todo esto, le pido a Dios con todas mis fuerzas (que son pocas) que Dios nos bautice a todos nosotros con Espíritu Santo (al modo que acabo de describir más arriba) y que todos nosotros lo percibamos. Dios, como sabéis, pone el ciento por uno; pongamos nosotros el uno por ciento.

- Jesús “es el Hijo de Dios”. Con esta afirmación Juan Bautista confiesa la divinidad de Jesucristo. No es que Jesús quite los pecados del mundo con el poder de Dios a modo de un profeta o de cualquier sacerdote. Tampoco basta con el hecho de que Jesús bautice con Espíritu Santo, pero… en nombre de Dios. Juan bautizaba con agua en nombre de Dios y Jesús bautizaría con Espíritu Santo, pero… “en nombre de Dios”. NO. Es el mismo Jesús por sí mismo quien quita los pecados del mundo y es el mismo Jesús quien por sí mismo bautiza con el Espíritu Santo. Jesús no es un profeta, o un hombre perfecto, o un hombre santo. Jesús es el Hijo de Dios, Jesús es Dios mismo. Juan Bautista confesó la divinidad de Jesús, porque aquél se lo había oído a Dios Padre, cuando estaba bautizando a Jesús. Así lo leímos el domingo pasado: “Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz del cielo que decía: ‘Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto’.

Sí, Juan confesó a Jesús y creyó en Él como Hijo de Dios, como Dios. Y nosotros, tras estas celebraciones navideñas, confesamos y creemos en Jesús como Dios y como hombre.